jueves, 15 de enero de 2015

Con los pies descalzos

Desde el mes de Agosto, se realizan en Barriletes una serie de encuentros que, bajo el nombre “Taller poético”, invitan a habitar la Biblioteca Esos otros mundos de nuestra Asociación desde la lectura de literatura.


           
Quienes conformamos el equipo de la Biblioteca en Barriletes nos hemos preguntado desde siempre cómo imaginar una Biblioteca que sea coherente a los sueños barrileteros. Esa pregunta se trama con otras. ¿Cómo transitan los libros por el barrio? ¿De qué manera habitan sus contornos los niños y niñas? Las personas que militamos cada día Barriletes, ¿les prestasmos atención? Quienes conformamos el equipo de Biblioteca, ¿leemos poemas, cuentos, novelas en la Biblioteca de Barriletes?
            Estas preguntas tienen varios puntos que nos interpelan en nuestras prácticas cotidianas. Si tomamos la última de aquellas preguntas podemos detenernos a ver las dimensiones del interrogante. Una pregunta, en parte, por lo “sincero” -digamos- de aquello que hacemos en las organizaciones sociales, en el barrio, el hospital, el club. ¿Se trata de actividades que deseamos hacer? ¿En base a cuántos supuestos sobre el deseo de los otros, otras las proponemos? ¿Hacemos en nuestras casas las cosas que proponemos hacer en el taller?
            Muchas veces, nos hemos encontrado a nosotros mismos falseando nuestros deseos. Queriendo ignorar aquello que nos constituye, y así falseando las construcciones que logramos hacer en las instituciones. Esta parte del interrogante es la que nos ha llevado a entender que el qué de los talleres propuestos (lo que se hace, lo que se propone hacer, aquello que invitamos a hacer) importa. Importa mucho. Queremos así tratar de contrarrestar una cierta idea que se ha ido propagando en las labores llevadas a cabo en los barrios: no importa lo que se hace en el taller. El taller vuelto entonces una excusa para otros fines en apariencia más importantes.
            Creemos que ese modo de trabajar, en el que muchas veces nosotros caemos, deja afuera de lleno la posibilidad de un sujeto que asista al taller con un deseo verdadero (vital) sobre aquello que allí se hace. Es como si supusiéramos de lleno que todos los niños y niñas que vienen a los talleres de Barriletes lo hacen en busca de una merienda o para “escapar” del barrio. Ese supuesto nos devuelve la imagen de un sujeto hambriento o en huida, pero nada más. Deja afuera todos los posibles sujetos que también es esa niña, niño.
            A su vez, en el revés de esa pregunta está nuestra condición de talleristas, de barrileteros, de organizadores. ¿Cuántas veces dejamos afuera también nosotros a todos esos posibles sujetos que también somos? Esto, puesto en relación con el espacio de Biblioteca, implica la pregunta por la manera en que construimos la biblioteca barriletera. A nosotros nos gusta leer literatura del litoral. Pero, ¿dónde leemos esa literatura? ¿En Barriletes? ¿En la Universidad? ¿En casa? ¿En una biblioteca del centro?
            Revisando la respuesta que a este interrogante nos dimos, vemos cómo a la vez que proponemos la construcción de una Biblioteca en Barriletes que esté disponible al deseo de los niños y niñas, dejamos afuera nuestro deseo.
            La propuesta del Taller poético viene a tratar de responder, desde el hacer, a esa paradoja. A darnos tiempo y espacio en Barriletes para la elaboración de este taller, para su sostenimiento.  Darnos tiempo y espacio para habitar esta biblioteca nosotros también.

Objetos inútiles y preciosos

De esa manera llama Diana Bellessi, en un poema, a aquellos objetos de casa que “solo creíste tenían valor para tus ojos, trozos de cristal o conchas de nácar en una jaula vacía o corteza de forma rara”.
            Algo de la inutilidad preciosa de esos objetos que hasta hace un rato creíamos solo tenían valor para nuestros ojos -y descubrimos luego que no, que podían darse, compartirse- ha recorrido los encuentros del Taller poético. Se ha tratado de pequeños encuentros, hechos los sábados a la mañana una vez al mes en la Biblioteca de Barriletes que continúan aún y quién sabe hasta cuando lo harán.
            A los encuentros hemos asistido quienes integramos la Biblioteca, y algunos amigos y amigas interesados en la labor de Barriletes. En buena parte sabíamos que el espacio, aún abierto al público, sería pequeño. Quizás ese hubiese sido motivo suficiente para reprimir el deseo de construir ese Taller en particular, un taller “poco convocante”. Como si estuviéramos obligados por quién sabe cuál norma no escrita a pensar y armar actividades masivas, o “adecuadas” al barrio y sus necesidades. Es extraño como siempre terminamos hablando de las “necesidades” del barrio sin estar allí, sin escuchar, sin escucharnos.
            Sin embargo, hemos insistido en la preciosa inutilidad de este espacio. Nos permite habitar Barriletes por esa mañana de otra manera, y desde allí elaborar una visión nueva de nuestra Biblioteca siempre en construcción.
            A su vez, hemos trazado los encuentros alrededor de una zona imaginaria, el litoral que ciertos textos de escritores de esta provincia y Santa Fe han ido creando. Así hemos leído en este taller un poemario de Arnaldo Calveyra llamado Diario del recluta, escrito en el '50 pero publicado recién hace unos años; el último poemario que publicó como tal la poeta gualeya Emma Barrandeguy titulado Camino hecho (1991); la última novela que ha publicado Orlando Van Bredam Mientras el mundo se achica (2014) que publicó Editorial La Hendija. En el mes de noviembre de 2014 que se está cerrando al momento de escribir esta nota leeremos el poemario Mate cocido (2002) de la poeta santafesina Diana Bellessi.
            Todos estos textos han tenido ciertos hilos en común. Pero quizás el más importante sea que cada texto ha sido traído al taller por un integrante de Biblioteca. Cada encuentro entonces, esa persona ha sido la encargada de “dar” a los otros ese libro. Es decir, generar las disponibilidades para que el otro, otra pueda leerlo, hacer el viaje, entrar y salir de él.
            La poeta María Cristina Ramos dice en un libro que por estos días leemos, que a la poesía se entra “con los pies descalzos”. Esa imagen nos parece sumamente poderosa porque vuelve al gesto placentero del pie sobre la hierba, pero también a la ausencia de protección de ese pie que puede ser picado. Entrar al poema con los pies descalzos significa despojarnos de defensas, pero también el acompañamiento de algún amoroso mediador que nos sostenga durante la expedición.
            Si entramos al poema sinceramente, este puede tocar zonas que hemos querido adormecer y dejar en superficie su piel. Así, el llanto, el enojo, la inquietud tienen lugar sobre esa piel, haciendo que hagamos, por fin, el trabajo sobre esa herida que hemos pretendido postergar.
            El pie descalzo se vuelve entonces una apertura a lo porvenir. A aquellos sucesos sorprendentes de la “vida buena” que, pese a que no estemos en el paraíso nos siguen sucediendo, como dice aquí la Bellessi:

en la vida buena hay sucesos sorpredentes
casi siempre si no se los espera,
hay por ejemplo un niño que hoy anhela
visitar tu casa y pasa revista
de los objetos inútiles y preciosos
que solo creíste tenían valor
para tus ojos, trozos de cristal
o conchas de nácar en una jaula
vacía o corteza de forma rara, plumas,
una boya de madera cascada
pajarito de papel, Bernardo
el ingeniero diría, lo que yo
jamás tendría en mi casa, lo sé y celebro
la mirada de este niño y el suceso


que la vida buena a veces trae, o ayer
sin ir más lejos, cuando ese quizcal
azuladito entró por las rejas
del porche muy horondo un rato largo
se quedó, míralo vos, insolente dijo
mi amigo y yo pensé en la gracia pura
del imprudente actuando como sí él
fuera nosotros y nosotros quién
sabe quién, los inocentes que nunca somos
y soñamos ser, pero ya comimos
la manzana dulce del viejo edén
y parece larga la rueda lenta
que al fin nos traiga devuelta como corderos
a una vida llena de sucesos


(El diseño del afiche pertenece a Martín Perez Campos)



El poeta y la tarea de recordar. Entrevista a Juan Manuel Alfaro.

Por Kevin Jones
Revista Barriletes.

Literatura y afecto

            La poética de Juan Manuel Alfaro es de aquellas que queremos dejar reposar cerca de nuestro pecho una vez acabada la lectura, para sentir cómo esas hojas nos calientan el corazón. Tengo afecto por los textos de Juan Manuel, siento la necesidad de quererlos. De repetírselos a otras personas, de oírlos de nuevo. De sacar sus libros y ponerlos en el escritorio o en la mesa de la cocina, a veces sin buscar en ellos nada en particular. Sólo por si las dudas viene Mile y leemos algún cuento, por si quiero decirle uno de esos poemas a Félix. Sus libros andan por la casa esos días irradiando luz, como si se tratara de un jardín que ha tomado las habitaciones.
            Luego, cuando, en un gesto de protección, los guardo, siempre lo hago sonriendo. La existencia de una obra como la de Alfaro es motivo de alegría. De la alegría que uno siente cuando ve que en la casa de la vecina ha florecido una camelia, y sonríe, se alegra de una alegría sin nombre porque es alegría de haber recordado que en el mundo existen las camelias.
Camelias hay en casa de Mari en Seguí. En estos días están floreciendo. Y aunque quizás nunca hablaremos con la Mari sobre Alfaro y su obra, sé que gran parte de esa alegría que siento ante estos textos es porque siento que hay algo en el amor, en el cariño hacia un grupo de gente, hacia un puñado de imágenes y sensaciones que están allá lejos en el tiempo, hay algo en todo ese mundo que se ensancha y que cubre, de nuevo toda la casa.
En este sentido, leer es viajar al revés, ponernos de viaje como si fuéramos parientes de la costa, como si fuera primavera y con el buen tiempo nos hubieran entrado ganas de anoticiarnos de que los sitios aún están, más allá de nosotros. Y de preguntarnos, de paso, por todos los que se pusieron de viaje. Viajes preparados con antelación, rumiados de silencio.
            Y con ese afecto uno camina estas calles. Uno se inventa entonces un origen. Y la infinita estela que une indefectiblemente literatura y vida se tensa y nos da cobijo, nos abriga. De repente la cartografía de esta provincia se ensancha y se plaga de un territorio saludable, necesario, poético. Un territorio invisible, imaginario, hecho de voz y de ternura, pero quizás el más valido al que podamos aspirar.

Alfaro y el advenimiento de una poética

“Con Juan Manuel Alfaro adviene en Entre Ríos un verdadero nuevo modo verbal de expresar el flotante y secreto contenido del mundo y del ser. La primera sensación que se experimenta con los poemas de Cauce, es la de frescura. Otra, la conciencia o el presentimiento de la inseparabilidad del alma y el paisaje, en una real y visible consustanciación.”
Luis Alberto Ruiz, Historia de la literatura entrerriana. (Inédito)

            La percepción del paisaje, sostiene más adelante Ruiz, no siempre puede coincidir con la percepción poética. Sin embargo, señalaba, en Alfaro esto converge. Y uno pasa por su poesía entonces, dejándose llevar por la metáfora, escondida ésta dentro de la imagen. Uno comienza entonces a ver.
            Ése es quizás el advenimiento prometido que Ruiz, como buen crítico literario y escritor, vio en el primero de los libros de Alfaro, Cauce (1979). Le seguirían La luz vivida (1981), El cielo firme (1985) y La piedra azul (1991) en un primer período de su obra. Luego, ganaría el premio Fray Mocho en dos ocasiones. La primera con su libro de relatos, La dama con el unicornio (1998) y en 2002 con Plena palabra.
            Un camino poético que no se alejó de aquel primer cauce. Una poesía que insistió siempre en la búsqueda de lo intocable: la luz que hemos vivido, el cielo firme al que podríamos aspirar, la piedra azul que un día tuvimos entre las manos:

Una mañana descubrí
que en las líneas de mi mano
tenía una piedra azul,
y me dije:
debo recordar este día,
la maravilla
visita a los hombres
pocas veces.

            ¿Cómo cumplir con esa tarea? ¿Cómo recordar? En un libro sublime, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, Rilke, el poeta checo, decía, o más bien, Malte, cuyos cuadernos leemos allí, decía que es necesario hacerse de recuerdos para poder hacer versos. Pero que no basta con tener recuerdos. Hay que, también, olvidarlos. Y entonces sentarse a esperar que vuelvan, que lleguen y quizás desde el centro de alguno de ellos surja entonces el comienzo de un verso.
            Quizás la literatura esté allí para recordar la infancia, porque no hay otra manera de recordarla. Porque la literatura, única cosa en el mundo capaz de aspirar a decirlo todo, permite archivar entre sus líneas esos recuerdos, devolverles las palabras con que se hicieron.
            Sonrío al guardar los libros de Alfaro porque siento guardar en ellos, en sus líneas, en la escritura invisible que comienza cuando hemos acabado la lectura, cuando queda el resto de blanco de la hoja, siento guardar, digo, allí, esos recuerdos, esos días maravillosos.
           


            He demorado hasta aquí esta entrevista a Juan Manuel Alfaro. Presentamos aquí parte de la conversación amena que mantuvimos una mañana de noviembre en su casa. Alfaro tuvo el gesto de permitirme entrevistarlo para hablar sobre la relación de literatura y recuerdos. Un asunto que no ha dejado, en los últimos años, de conmoverme y de visitarme como si de una obsesión tozuda se tratara.
            Queremos que esta sea la mejor manera de invitar a los lectores a Las borrajas azules (Ediciones del Clé, 2014), el último de sus libros, publicado este año luego de diez años de “silencio” plagados de escritura. También como invitación a la pronta llegada de El canto entero de Marcelino Román. Estos textos, estamos seguros, contribuirán a que podamos habitar cada día más profundamente la provincia imaginaria.
            He dejado en ella algunos rasgos orales, con el deseo de que con ellos queden transportados a la página la sencillez y calidez del tono de este poeta.

Entrevista

¿Cómo vivís vos la relación entre escritura/recuerdo/poesía?

Yo creo que, en principio, no es una cuestión deliberada. Pero es una cuestión que está en mi naturaleza: hablar de esos espacios en los que me crié. Primero el campo y, después, casi enseguida, el pueblo, los suburbios del pueblo. Sin abandonarse nunca ni el uno, ni el otro. El campo y el pueblo son los dos espacios –y a veces se confunden- donde se desarrolla casi toda mi poesía y mi narrativa.
El campo tiene que ver, supongo, con que yo no alcancé a vivirlo plenamente. O, al menos, no llegué a tener los aprendizajes necesarios para ese mundo. En realidad,  mis recuerdos del campo son pocos. Nosotros nos vinimos a Nogoyá cuando yo era muy chico, pero volví varios veranos al campo (cuando terminaban las clases nos íbamos allá). Y, entonces, muchas veces he pensado que el campo recordado es más un campo inventado.
También, creo que es una forma de recuperar. Tal vez he ido recobrando cosas olvidadas. Tal vez he inventado esos recuerdos, pero después me los he creído. He recobrado, quizás, cosas que nunca estuvieron en mí, que pertenecen a los otros, a mis hermanos, por ejemplo; pero ahora también son parte mía.
Te cuento una anécdota. Hay un poema que se llama Las primas que lo escribí, a raíz de un encuentro con una de ellas. Y en el poema menciono episodios vividos en la infancia. Y cuando lo leyeron mis hermanas mayores se sorprendieron de que pudiera recordar sucesos de cuando yo era tan chiquito. Y, en realidad, no me acordaba, pero no las pude defraudar. Evidentemente lo que yo sentía, o percibía, eran ciertas esencias de esos momentos, y lo que logré captar fue, justamente, eso: lo esencial. Y, entonces, ellas creyeron que yo recordaba todo un mundo. Es eso, tal vez: una forma de vivir en mayor plenitud lo que no alcancé a vivir.

También del campo, de esas imágenes vividas en mis primeros años, y aunque no todas recordadas, como te decía, sí muy presentes en mí, en mi espíritu; de esas imágenes tal vez provenga mi vinculación, mi “inscripción”, en la poética entrerriana, que se dio, naturalmente, antes de haber leído a los poetas entrerrianos… En esa poética, tan vinculada, inmersa en el paisaje, con tanta significación del paisaje. Yo me asombro, en cierto modo, de mis primeros poemas, ahora que los veo con años. De las palabras que usaba, de los elementos, de los ambientes; que no me haya dejado encantar por cosas extrañas o exóticas, sino que hablara de cosas cercanas, del mundo simple e inmediato.
Una forma de ir recuperando el pasado pero, quizás, también, una respuesta, la búsqueda de una respuesta a la finitud. Uno se va refugiando en ciertas cosas, se va aferrando a ciertas cosas, porque el solo hecho del paso del tiempo implica la muerte, entonces mantener vivas determinadas cosas, tal vez, nos da una ilusión de permanencia. Pero siempre en el terreno de lo no plenamente consciente, en territorios no claramente descifrables…
He escrito siempre más o menos de las mismas cosas, simples y pequeñas cosas. O, al menos, en su apariencia… Hablar del almacén de la tía Justa, por ejemplo, del camión del tío Juan Antonio, de las borrajas azules o de la casa y de la galería, de los vínculos familiares, no es hablar de “cosas trascendentes”; pero, también es posible que alguien sienta, por ejemplo, que en el almacén de la tía Justa, también está presente el drama de la existencia. Y ya eso es otra historia. La cosa no es tan simple.

Detrás de esa familia se funda una especie de pequeña mitología familiar. Aunque nunca se nombra como tal, se funda algo de ese tenor.

Creo que sí, que uno le da cierta jerarquía… Tal vez uno sienta la necesidad de pertenecer a un mito, a una magia…

Quizás con la escritura misma…

Sí, sí. Fíjate en La dama con el unicornio… Yo tengo ahí un cuento que se llama “El tío Ángel”. Un tío que efectivamente existió, pero no era ese que yo describo. Era un tío músico, pero no era ése. Ahora, después que yo escribí el tío Ángel, nadie me saca de la cabeza que el tío Ángel es el que está escrito. No es que yo quiera imponerme, es el Tío Ángel el que se impuso.

Creo que esos seres también… eso me he dado cuenta después… que he escrito sobre los seres o los personajes menos sobresalientes de mi familia. “Sobresalientes”, en el sentido de los que no se hicieron ricos, u obtuvieron cierta fama, se destacaron en algo…No, no. Sino la gente más humilde, más sencilla. Cuando me he dado cuenta de que lo he escrito sin querer, ¿no?, digo, qué bien, qué bien. Es una forma de ponerlos un poco más en el mundo, de que permanezca un poco más en el mundo. He escrito bastante de ellos. O de los vecinos. Tengo mucho escrito inédito que sigue hablando de esos mundos, de esa gente que, tal vez, ya no los recuerde nadie o muy poca gente. Es una manera de que sigan en el mundo, ¿no?

Vos señalas que alcanzás a comprender claramente el campo a través de los años y la escritura. Como que lo que pasó allá recién está sucediendo ahora. Lo pongo en relación con el “alcanzar la plena palabra”. Alcanzarla significaría llegar a un cierto saber… ¿Qué implica para vos la plena palabra?

Sucede que si uno ha vivido, y no ha vivido en vano, en la medida en que pasan los años su comprensión del mundo,  no digo que es mayor, sino más íntima o más secreta entre uno y el mundo. Lógicamente, va descubriendo cosas que estaban ahí. Cosas que las vivimos y no nos dimos cuenta que las vivimos. Va conociendo esas cosas y estableciendo un vínculo mayor con ellas. En nuestra existencia esos vínculos son cada vez más fuertes.

Hay también en tus poemas una relación entre infancia/poesía. ¿Cómo ves vos ese vínculo?

Yo creo que el vínculo de la infancia con la poesía es natural, absolutamente natural. En Plena palabra cuento, en un poema, que un día iba caminando con mi hija y acá a la vuelta había una florcita silvestre, se la muestro, ella se acerca, la huele y dice “tiene un perfume transparente” o “un olor transparente”.  Después, a esa misma expresión, la leí con el tiempo en Vicente Aleixandre. Es decir, un niño de jardín de infantes y el Premio Nobel habían tenido la misma percepción de una flor. En la infancia, la percepción es natural. No existe la diferenciación, tal vez, entre lo real y lo mágico.
Eso también se da en ciertas personas. Mi madre, por ejemplo, apenas fue a la escuela: era del campo, estuvo unos poquitos días en la escuela y se volvió caminando a su casa, cuatro leguas caminando sola, solita… Pero estaba llena de frases mágicas. Las palabras en ella tenían mucha vida. Eran muy fuertes…

Bueno, eso es lo que sucede con la infancia. Una forma de ver las cosas que no es la aceptada por todos, la corriente, la habitual. Una forma distinta de ver. Como ve el poeta.  En el jacarandá, por ejemplo. Siempre recuerdo los versos de Carlos Alberto Álvarez “al suelo se viene el cielo lila del jacarandá”. Eso mismo te lo puede decir un niño.

En definitiva, los poetas somos en cierto modo niños, en eso de tratar de ver las cosas, a veces, de lograr imágenes que parezcan nuevas, una mirada distinta que agregue algo al mundo. Que contribuya a que, también, los otros puedan ver, de otra manera, las cosas; el mundo, de otra manera.

Tus inicios dentro de la poesía, en ese vínculo con Álvarez se dio en el ’76, ’77. Una época donde, ustedes como generación, asistieron a la primera consagración de Juanele con la publicación de En el aura del sauce.

¡Juanele!… Cuando yo tenía veinte años, unos amigos de Paraná se aparecieron por Nogoyá y me llevaron En el aura del sauce. Creo que no estaba preparado para leerlo… En ese momento de la historia política del país, y de nuestra edad, quienes leíamos poesía, leíamos a Neruda, a Tejada Gómez, leíamos a los poetas del cancionero. Quizás uno de los más importantes que yo leía en ese tiempo –o que fue más importante para mí-  es Manuel J. Castilla… Pero estábamos inmersos, digo en mi caso, por lo menos, estábamos inmersos en eso de las imágenes ampulosas de estos poetas (de Tejada, de Neruda) y entonces, tal vez, la sutileza y la profundidad de Juanele, en un primer momento, no las percibí.
En los años ’77 y ’78 lo pude conocer. Lo vi tres veces en su casa. Pude visitarlo con amigos que me llevaron… a presenciarlo, se podría decir. Porque ir a estar con Juanele, en esos momentos, era ir a verlo, a presenciarlo. A ver cómo tomaba mate, en su mate de guampa, con una bombilla larga y finita, mates fríos, lavados; cómo armaba los cigarrillos y estaba ahí, en un permanente cantito, y por ahí hablaba, por ahí se quedaba en silencio. Asistimos a esos momentos de la figura de Juanele. A su imagen. La lectura de él empieza, va a empezar, para mí, en el ’78. Empiezo a leerlo. Empiezo esa lectura interminable que uno tiene de Juanele, porque si hay alguien que es absolutamente interminable es él: un poeta que creó un mundo, un mundo que, en cierto modo, continúa haciéndose. Todos los poetas podemos escribir un poema considerable, un buen poema, pero escribir un mundo es para muy pocos.

 Esas experiencias, las “visitas” a Juanele, luego pasarían a ser un poema (de Plena palabra), que habla de que casi todos recordamos haber ido a visitarlo alguna vez… Se creó ese mito. Todos lo vimos. Todos lo visitamos. Todos lo escuchamos. Juanele fue, no sé si queriéndolo o no, un sabio. Publicó sus primeros libros por insistencias de amigos. Después no publicó más, se quedó en su diálogo con la poesía…  Y luego vino, sí, en los años setenta, el “descubrimiento” de su poesía… Y, como digo en ese poema:

“Juanele, librado a los poetas,
sube en humo ritual
y une en el viento
las infinitas fogatas fugitivas.”


Hacer desde la lectura. Entrevista a Julio Federik.


Por Hernán Hirschfeld
Revista Barriletes
Como muchos errantes trovadores
haré un himno con todos mis dolores.
Y cuando ya de mí no queden rastros
en las sendas estériles del mundo,
me iré con dolor de vagabundo
por el blanco camino de los astros

Hierro, seda y cristal, Guillermo Saraví

Un encuentro
 
Diez años atrás, cuando cursaba en la escuela primaria Mariano Moreno, tuve la oportunidad de conocer los textos de Julio Federik en un estante de la biblioteca escolar. Sus libros estaban literalmente escondidos en una de las estanterías más altas: tuve que escabullirme de las señoritas y tomar la escalera de mano para aventurarme a ese lugar, muy peligroso, sin saber bien con qué me iba a encontrar. Empecé a sacar libros desesperadamente. Vi uno pequeño que estaba aplastado por otros más grandes que él, solté la mano con la que agarraba la escalera para no perder equilibrio y con mucha fuerza lo pude sacar. Era Enero en el campo. Lo que siguió después de eso, como se pueden imaginar, es la lectura. Mis compañeros me vieron con los textos, los leímos entre nosotros y cuando las profesoras se enteraron, organizaron un encuentro con el escritor.
            Unos diez años después se produjo otro encuentro –curiosamente- en otra biblioteca, esta vez es en Casa Altman,  un lugar muy concurrido para quienes gustan de curiosear y comprar libros viejos. Un pequeño aparador en el rincón del lugar dice “autores entrerrianos”, me acerco y veo algunos libros de Adolfo Golz, Juan Manuel Alfaro y Julio Federik, entre muchos autores ganadores del premio Fray Mocho. Al lado del texto de Julio había otro mucho más antiguo a simple vista, tapa negra y sólo con un grabado dorado en el lomo “SARAVI – HIERRO SEDA Y CRISTAL”. Cuando leí por primera vez la poesía de Saraví, había algo que me hizo acordar a los textos de Julio, además la escena de lectura de ese libro que estuvo acompañada, fue grupal.
            Guillermo Saraví nació el 11 de agosto 1899 en la ciudad de Paraná. Después de la publicación de su primer poemario, Hierro, seda y cristal (1925), se lo consagró como uno de los escritores que abrió las puertas a la tradición literaria entrerriana. Además de ser incluido en numerosas antologías y biografías de escritores que tratan de dar cuenta de “lo entrerriano”, Saraví demostró ser un gran lector de historia provinciana, llegando a publicar un estudio sobre el escudo de Entre Ríos y ocupar un cargo en el Archivo de la provincia. El conjunto de estas publicaciones   hicieron de Saraví una figura especialmente reconocida en la ciudad: “era de esas personas que hacían sentir su presencia en la calle, con un particular atuendo y forma de andar. Esa  presencia  hacía que la gente se quedara a contemplarlo cuando caminaba por la peatonal o ingresaba a un local de la ciudad” en palabras de Julio Federik. El hecho de que Saraví se haya dedicado a la historiografía no es un dato menor a la hora de leer su poesía, las numerosas apariciones de íconos relacionados a la historia de la provincia bautizaron a Saraví  como catalizador de muchos valores de la época. Pero esto no es lo único, trabajar con aquello que abarca la historia revela otra preocupación referida a lo que no se puede alcanzar y siempre se escapa: el tiempo y el espacio en constante cambio. Quizás esa fuerza temática hace que se pueda atar un nudo entre la poesía de Julio Federik y la de Guillermo Saraví.

            Meses después, con la compañía de un grupo dedicado a la lectura de autores que con mucho cuidado denominamos “de la región” logramos organizar un panel-debate con escritores, entre ellos Julio se encontraba ahí, y no fue necesaria ninguna aclaración para que, en el momento de tomar la palabra, haga presente todo su conocimiento sobre la escritura de Guillermo Saraví.
            Pensar en estas cosas hace volver una pregunta que me inquieta mucho, tiene que ver con las formas en que nosotros como lectores construimos inconscientemente recorridos de lectura. Esos recorridos se pueden narrativizar, como está sucediendo con este texto. En El último lector, Ricardo Piglia vuelve muchas veces a esta cuestión, llegando a la conclusión de que la forma en la que nosotros “entramos” a los textos está tan unida a lo que sucede dentro de ellos que en definitiva ese acercamiento pertenece a la obra  y por lo tanto, a la literatura.
            El tiempo y la poesía de Saraví, en este caso, nos reúnen para hablar sobre lecturas. La entrevista, aunque con una dinámica distinta a la de pregunta-respuesta, intentará reconstruir no solamente la imagen autoral de Saraví desde el punto de vista de uno de los lectores más amenos de su poesía, sino que a través de ella se pueda conocer la forma en que Julio Federik creció leyéndolo.



Entrevista

-¿Cómo fueron tus comienzos en las lecturas de Guillermo Saraví?

- Como mis padres eran unos entusiastas de Guillermo Saraví, la poesía de él estuvo presente permanentemente en mi vida, incluso desde mi niñez. Ellos siempre me contaban que era alguien de personalidad vigorosa, y lo podía comprobar de lejos cuando lo veía caminando por la ciudad, siempre saludando con el sombrero, siempre con un caminar muy marcado. Mientras cursaba la escuela, nos juntábamos a leerlo con un grupo de amigos, entre ellos Gustavo Lambruschini, ellos sabían recitar de memoria sus poemas. Yo también me las sabía de memoria, el primer libro que leí intensamente fue Hierro, seda y cristal, precisamente esa edición reeditada en los sesenta, que tenía que ver con el proyecto de publicación de sus obras completas formado por una comisión de amigos, donde estaba Nessa Boeri, Etchevere, entre otros reconocidos personajes de la ciudad. Lamentablemente, después de esa primera publicación, el grupo se fue diluyendo y con el pasar de los años solamente quedó ese texto.



-Entonces me imagino que algo de su escritura influyó mucho en tu vida…

            - Sí, en la última etapa de mi adolescencia le llevaba mis poemas, y su magnetismo en las correcciones era increíble. Me impactaba mucho la forma en la que él se mimetizaba con el monte y con la historia de nuestra provincia. Yo escribí Mi lugar no sólo porque están mis recuerdos y mis sueños, sino que detrás de eso está la poética de Saraví, que siempre surgía, siempre volvía a ocupar un lugar.

Mientras estábamos hablando Julio hojeaba los libros de Saraví que dejé sobre la mesa de su estudio, siempre deteniéndose a recordar en voz alta algunos versos. “A este lo dije en un juicio oral” me dice, refiriéndose a la primera estrofa de Salmo del hambre.  Resulta que a comienzos del año 1965 Julio tuvo que hacer una defensa a unas personas que se quedaron varadas en un islote, y como no les quedó otra opción tuvieron que carnear a un animal. Al comienzo del alegato comenzó recitando los versos de ese poema:

Hambre, reina triste del desamparado,
cómplice del mundo perverso y malvado,
hazme la limosna de tu bendición.

            -Así que ahí también me encontré con Saraví, en un contexto totalmente diferente. El juicio salió bien, los saqué absueltos y esa escena fue reseñada en distintos diarios de la región.

            Una vez que comienza la lectura, la entrevista se diluye. Julio lee a Saraví como alguien que está atravesado por su poesía, me muestra los detalles, se detiene en cada rima con la mirada de quien atraviesa un camino y vuelve por el mismo. Para concluir este texto me gustaría retomar palabras de la presentación de Tarde Antigua (un texto de Saraví que había permanecido inédito hasta 1999) donde Julio, posicionado otra vez lector, realiza una reseña de los resultados poéticos de Saraví:

            Él se ocupó de reavivar el fuego de la leyenda de los entrerrianos. Y no lo hizo por una mera reanimación de imágenes del pretérito. Saraví creía en los valores que surgían de esa épica y quería transmitirnos su orgullo. La lealtad, el coraje el desprendimiento, la determinación, el servicio, la lucha por la divisa, el ideal, el sueño como generador de los cambios, pero también de su estética que enaltecía, que subrayaba las bellezas  próximas, las  sencillas de nuestros montes, de los riachos, de sus pájaros, de sus árboles y su gente.

El jardín como biblioteca

Por Kevin Jones
Revista Barriletes
Noviembre 2014            

Sin embargo, andaban en su espíritu voces desconocidas, intuiciones vagas que le aseguraban que no todo debía ser así, que debía haber algo más en las vidas, como el jardín, como las flores, como el perfume de las flores, que no son nada y que sin embargo, significaban tanto para ella; que todo no podía ser trabajo, esfuerzo y sacrificio y que no solo había que anhelar bienes materiales, cosas concretas. 

Roberto Beracochea, Las gotas de la noche (1977)

Cada vez que visito a Teresa me doy cuenta que ella insiste en tener el paso quedo, la voz y los ojos lejanos y la caricia justa. Caricia a veces llegada en forma de palabra al pasar, otras en la demora de un abrazo. Atrae a todas las cosas de su alrededor a esa quietud y lejanía. Incluso la tarde anda lenta entonces. Su casa tiene aberturas pequeñas. Parece, es más, que la casa toda hubiese sido hecha hacia abajo, como para no olvidar la tierra. Entonces uno pasa por esa casa, lenta, plagada de objetos del viaje, del viaje que viene de otro tiempo, pasa y llega al patio.
            El patio es más grande que la casa misma, hasta el punto que parece ser el patio quien contiene la casa y no al revés. Hay una vereda que parece haberse rendido antes de llegar al fondo. Llega hasta una enredadera y un galponcito, pero deja todo indómito una parva de rosales y quién sabes cuáles otras plantas que hacen de fondo. A veces, cuando Mari va conmigo me pregunta al regreso cómo harán Tere y su marido, viejos ambos, para cuidar de ese jardín. Nunca respondo a esa pregunta, más que con un silencio cómplice que ya venía dado en ese modo de preguntar, de preguntar aquello que no alcanzaríamos a comprender, aquello que se nos ha escapado de la visita. Aquello que nunca le preguntaríamos a Tere.
El jardín no habla, es hablado. A veces decimos más cosas sobre él. Otras solamente Tere aduce un vamos a mirar las plantas. Tratamos de rodearlo con palabras y frases que no se toquen entre sí. No contamos el cuento del jardín. Decimos en cambio cuánto ha crecido un helecho, admiramos el color de una flor y nos inquietamos por el nombre de una planta que desconocemos. Y aunque Teresa a veces refiere de dónde ha salido tal o cual planta, las más de las veces dice no recordar de dónde vinieron. El jardín parece ser anterior a la casa, anterior a Teresa, Mari y yo visitándolo en una tarde. Por eso creo que nunca podremos hacer el cuento del jardín, ni respondernos con Mari cómo hacen Teresa y su marido, tan viejos, para cuidarlo.
            Pareciera entonces que Teresa y el Negro hubieran llegado a esa casa para cuidar del jardín, y fueran, en última instancia, guardias de ese jardín. Un jardín magnánimo que gobierna, por medios que desconocemos, las materialidades de la existencia.
‘Vamos a mirar las plantas y después seguimos tomando mate’, me dice Tere. Recorremos el patio. Corto laurel. Tere me promete plantas para otro día en que no haya llovido tanto.
Volvemos. Al sentarnos me pregunta si Mari tiene un jardín. Le digo que sí, y que es grande. Que todos mis recuerdos de flores de la infancia son de ese jardín. Que me gustaba jugar con los conejitos a abrir y cerrarlos en su patio. Tere me dice que mejor. Que tener un patio es mejor que nada. A una mujer sola le conviene, me dice. ‘Porque así una tiene al menos algo que mirar. Ver sí las plantas crecen o no crecen. Si lo que pusiste ahí sigue ahí. Sino, no hay nada que mirar y eso es peor…’




Algo que mirar
            Cuando con Luz hablamos sobre flores usamos otra lengua. O, más que otra lengua, otro tipo de tacto, de contacto, con lo que solemos llamar realidad. Sabemos que nos estamos moviendo en un terreno movedizo, y que no habrá motivos ciertos por los cuáles entrar o salir de esa lengua/tacto. El florecimiento de un geranio, tan desapercibido hasta entonces, la presencia de una planta en particular en casa de un vecino o la observación de un árbol en la calle. Todos estos puntos en que la mirada, sin querer, se ha posado pueden provocar la necesidad de hablar del jardín. Buscamos entonces esa forma distinta del habla, entrando y saliendo de ella con cuidado. Tratando de que los pliegues de la realidad no se rompan mientras salimos.
            Luego, mientras no hablamos del jardín, sabemos que este siempre se encuentra presente. En algún sitio, en algún patio, las plantas siguen creciendo. Y es posible que, en nuestra propia casa se esté gestando la expansión de una suculenta. Estos hechos son subterráneos a nuestro movimiento por la casa a diario. Parecen tener una relación con la casa que nos supera a nosotros. Como si la casa y las plantas se conocieran mejor, o en un nivel más profundo, que la casa y nosotros.
            El jardín está allí más allá de nosotros. Nosotros, tan volátiles, nos sabemos más frágiles que el jardín. Por eso lo respetamos y lo atendemos.
            Allí, creo, es donde el jardín se convierte en ese objeto a ser mirado, a ser leído, a ser escrito. El jardín es el punto de fuga de la cartografía. En nuestro mapa el jardín, como la enamorada del muro, toma toda la casa y nos toma a nosotros.
            Algún día Tere terminarás siendo jardín, tanto andar despacio entre las plantas, como dándoles el tiempo para que te digan si ya te tenes que quedar con ellas. Algún día Tere vendré y el jardín estará aún más florecido, me dan ganas a veces de decirle a Teresa, pero el jardín pide silencio, silencio….

Tres malvones
            En Barriletes, en un cantero habitan tres malvones. Llegaron allí una tarde de taller en que los niños llevaron plantas hasta ahí. Desde entonces las regamos siempre que, por alguna brisa de la tarde, recordamos su existencia. Ahora, a fines de julio, comienzos de agosto, los tres tienen flores. El malvón blanco es chiquito, pero está coronado por una flor.
            Desde que nos encontramos con la biblioteca de Barriletes, hace ya dos años atrás, nos preguntamos qué tipo de biblioteca queríamos construir. Fue en ese entonces que decidimos hacer un taller de mediación de lectura en la biblioteca. En esa decisión queríamos entender que la biblioteca está allí donde hay taller. Y solamente allí donde el taller, como encuentro, como espacio poético, sucede. La biblioteca realmente sucede cuando el taller sucede, volviendo difusas las fronteras entre uno y otro. En este taller y biblioteca confundidos entre sí es que creemos, entendiendo que una biblioteca no es tal sin una sociedad de lectores, sin la circulación a través de ella, y en ella, de lecturas.
            En el marco de ese taller, los chicos plantaron estos malvones. Luego dibujaron otras flores en grandes afiches. Escribieron al lado de ellas.

Planta muivioleta
parese buena
y también puede ser muimala.

            El jardín vuelto biblioteca. Devenido biblioteca. El naranjo, florecido en el patio de Barriletes, vuelto una escritura. Allí donde podemos leer el mundo para poder leer la letra en el mundo, allí donde podemos descubrir trazos originarios que nos permitan hacernos nuestros propios trazos. El naranjo de Barriletes florecido. Naranjo en flor. Las palabras se acercan hasta ahí. Luz recuerda Alicia en el país de las maravillas. Milena acude a Dailan Kifki de María Elena Walsh, ahí donde alguien pasea un malvón. Los libros devenidos malvones.
           
Flor
linda
del
mundo
y es
beya
y
briya
como
el
sol.

            Cuando vamos a Villa Mabel nos gusta mirar los caballos. También esos árboles de sombra enorme que hay. A veces, cuando acá en el quinto acompañamos a algún gurí a su casa podemos ver gallinas paseando a nuestro alrededor. Hoy una niña nos mostraba su perro más chiquito. Capullo se llama.

Planta
carnivo
ra es muy mala
cuidado
que te
puede
morder.

            ¿Qué sucede cuando esas escrituras, esos jardines, se nos presentan ante la mirada, cuando se vuelven objeto de nuestra mirada? Si abrimos los gestos hacia el jardín, si nos damos tiempo de oírlo, ¿qué relatos sobre la existencia nos darán?
            Vuelvo a pensar en Teresa. Pienso en las cosas que admiro de ella. Pienso en las mujeres de mi pueblo y sus jardines. Mujeres vueltas jardín. Recuerdo, hacen eco aún, las palabras de Teresa sobre Mari. En el pueblo, mujer sola es aquella con muertos alrededor. Miro en la memoria a Mari diciéndome este domingo cuán florecida está la camelia. Cuánta victoria sobre el silencio de la muerte en esa camelia.
            Hay días en que nos creemos el cuento sobre la barriada, la marginalidad y los bajos recursos. Hay días en que solo vemos la carencia y los problemas. Entonces solo miramos eso, como si no hubiese más. Hay otros en que el jardín nos gana. Donde el jardín, los árboles de Villa Mabel dando su enorme sombra, los caballos siendo tan hermosos nomás, acariciados por sus dueños, nombrados por los niños, ese jardín se vuelve el objeto de la mirada y nos permite juntos, los niños y nosotros, buscar otras cartografías del barrio, de la ciudad. Cuando esos días llegan aprendemos, educamos nuestra mirada.
            Quizás es ahí donde podemos, leyendo el jardín, encontrar la manera de dejar, gesto sobre gesto, que el jardín nos invada. El jardín que hay, está claro, en la sonrisa de los niños que nos ha alimentado siempre.
            El jardín como una biblioteca posible de ser habitada para buscar allí otros modos de vida porvenir.

Rosa
como mara
es biyosa
tiempo.


(Ilustraciones de Raul Veroni)