sábado, 28 de octubre de 2017

Encuentro con Graciela Montes

Revista Barriletes, núm. 193, octubre 2017, pp. 16-17
Sección: Apuntes de taller

"Me gusta que las cosas me desafíen”

Crónica de un paseo hacia el encuentro con Graciela Montes



Por Lautaro Maidana

A mediados de julio de este año, compañeros de la Biblioteca “Esos otros mundos” de Barriletes viajaron a La Plata para participar de una conversación con la escritora Graciela Montes. El encuentro fue organizado por la Biblioteca Popular “La chicharra” que es parte de la Asociación Civil “La grieta”, un colectivo de artistas, educadores y comunicadores que trabaja hace 25 años en el barrio platense Meridiano V. Las redes que conectan a personas, instituciones, autores y lectores son muchas y sutiles. En esta crónica, un barriletero nos cuenta sus impresiones de este mapa de afectos.



Un viaje –hoy me gusta más llamarlo paseo– transforma las reglas habituales del tiempo, las distancias y las responsabilidades. En un paseo como el que hice en julio me gusta dejar que la marcha de las cosas me sorprenda. No son muchos los días que tengo a la mano, por eso trato de impregnar mi cuerpo con todo lo que la ciudad tiene para ofrecerme. Llevo una libretita donde anoto cosas, cuando puedo y con una letra horrible. Lo único que registro con seriedad son los gastos, porque cuando regrese las monedas que me sobren serán aliadas en la supervivencia diaria.

De tanta excitación, a la ida no puedo dormir más de cuatro horas. La mañana de un viernes 14 de julio nos recibe lluviosa afuera de la Terminal de Retiro. Abordamos con Mile otro colectivo a La Plata. Las ventanas cerradas y empañadas no me dejan ver la ciudad que hay afuera, entonces me entretengo mirando cómo otros pasajeros se sacan varias selfies. Arrancamos el primer mate de nuestro paseo. Un movimiento brusco hace que salte el agua caliente, me queme un poco la mano e instintivamente pegue un grito. “El mate en cualquier situación delata nuestra extranjería”, piensa Milena.

A las 10 de la mañana ya estamos en “la ciudad del futuro”, como imaginaban a La Plata cuando fue planificada a fines del siglo XIX. Queremos ir al Paseo del Bosque, pero por más ordenada que sea la trama urbana, nos perdemos igual. En el camino nos tropezamos en sus veredas rotas y embarradas, las esquinas sin semáforos nos amenazan y las calles numeradas nos despistan. Encima yo, mientras camino, no puedo no mirar las casas, las líneas de los cables, las formas de los árboles, la basura desparramada donde imagino encontrar tesoros, los movimientos de la gente, lo que dicen los carteles… Creo que me falta dormir más, por eso ando tanto en Bavia.

Caminando por el Bosque
Por fin llegamos al Bosque. Nos dejamos atraer por lo que llama nuestra atención, total todavía falta para el encuentro con Graciela Montes. Seguimos la orilla de un lago hasta llegar a una especie de juego de cavernas. Entramos y después salimos a un caminito de columnas griegas rematadas con vasijas que tienen motivos mitológicos en relieve (ninfas, viejos sátiros y héroes estilizados). Un poco más allá está el Anfiteatro del Lago. Todo enrejado: no podemos entrar. Todo, también, hecho en una onda media griega o renacentista. Pura copia e impostura. La ciudad nos devela los sueños modernistas de quienes la construyeron fines del XIX. Saneamiento y dispersión para los ciudadanos de la Atenas de América.

Pero no nos quejamos. A mí todo me maravilla. Nos metemos al Museo de Ciencias Naturales y tenemos tanta excitación que soltamos algunas risotadas. El tiempo vuela y ya deberíamos pensar cómo atravesar la ciudad de norte a sur para llegar al Barrio Meridiano V. Decidimos tomar un tren porque sería lo más barato, pero en el intento de salir del Bosque hacia la estación de trenes, ¡nos perdemos! Si estuviéramos en un cuento de hadas, algún benefactor vendría en nuestro auxilio, pero no nos queda otra que probar suerte y seguir caminando. Llegamos bastante hambrientos a la estación, y mientras almorzamos en el andén caemos en la cuenta de que el tren que estamos esperando no es la mejor opción para llegar a destino. Lo más conveniente es tomar un colectivo, así que pedimos indicaciones y nos vamos hacia la parada prestando mucha atención. No quiero volver a perderme y sin embargo las ansias de llegar al encuentro con Graciela poco a poco me van llenando el cuerpo de hormigas que no me dejan pensar con claridad.

No consigo orientarme en el colectivo. Me dejo llevar por las paredes cubiertas de graffitis, consignas, dibujos y murales. Por suerte está Milena controlando el recorrido y me avisa de golpe que hemos llegado al galpón ferroviario donde funciona la Biblioteca “La chicharra”. El tiempo se nos viene encima justo cuando entramos. Adentro, un grupo de mujeres amorosas nos recibe con algarabía. No nos conocemos personalmente, salvo por contactos a través de las redes. Pero nos esperan con el cuidado que cualquier huésped auténtico sabe construir.

Estamos en uno de los barrios culturales más importantes y orilleros de La Plata. En todo lo que sentimos hay un aire de trabajo por la belleza y la comunidad. En el entrepiso del galpón donde funcionan talleres de arte, serigrafía y objetos, entre otros, las palabras de Andrea Iriart nos hacen recorrer más de 25 años de trabajo barrial, de redes afectivas y de lucha autogestiva. En la planta baja, la tarea archivística de “La chicharra” nos fascina. Desde hace años esta biblioteca se ha encargado de guardar y dar a conocer no solo los Libros que muerden (una muestra de libros y escritores censurados, prohibidos o perseguidos durante la última dictadura cívico-militar), sino también otras colecciones como las del Centro Editor de América Latina (Ceal). Entre mates y pastelitos (porque la lluvia nos pone golosos) seguimos charlando y conociéndonos. Se hacen las cinco y por la puerta de entrada se asoman las verdaderas visitas de esta tarde: Amanda Toubes, Graciela Montes y Ricardo Figueiras. Sin hacer mucho ruido nos vamos con Mile a ubicarnos en las butacas del salón donde se va a desarrollar la charla. Escuchamos cómo van y vienen otra vez las anfitrionas mostrando los rincones de la casa a los recién llegados. De a poco va llegando más y más gente para vivir este acontecimiento. Una cierta alegría de estar juntos nos recorre adentro del cuerpo.


Hace alrededor de 15 años que Graciela Montes no tiene una intervención pública como esta. Ni como autora de nuevos libros, ni como formadora de transmisores culturales. “Estoy retirada de la escritura, pero lo que me quede de energías lo voy a dedicar a entender el mundo que nos pasa”, arranca diciendo. La confesión de Graciela, que tiene 70 años ya, nos deja admirados. Nos cuenta que está leyendo en su ebook (donde puede poner más grandes las letras para facilitarle el trabajo a sus ojos) libros sobre la física del tiempo y sobre la historia de la humanidad. Pero después se acuerda que no quería arrancar la conversación contándonos esto, sino con un recuerdo de hace muchos años.

En ese recuerdo, Graciela es una joven estudiante de literatura y tiene que ir a una escuela a hacer sus prácticas docentes. El tema que tiene que dar son “las metáforas” y para eso ella elige leerles a sus alumnos dos poemas del Romancero gitano de Federico García Lorca. Entonces saca su librito y empieza a leer. Nos lee a nosotros esos dos poemas. Al principio va rápido y después se detiene con gusto en cada verso. Cuando termina, Graciela relata que se sentía asustada porque era la primera vez que estaba frente a un grupo de personas enseñando algo, y porque además sus alumnos tenían casi la misma edad que ella (alrededor de 20 años). Pero sobre todo confiesa que ha elegido ese recuerdo porque la situación de estar ante un público que espera palabras de ella para entender el mundo es la misma ahora y en ese entonces. Entre la inseguridad de una situación que siempre retorna (la clase, la conferencia, el taller) y la apuesta por un mundo que nos cobije con sus letras, Graciela nos vuelve a desafiar: “Y a mí me gusta seguir aprendiendo. A veces es bueno estar en lugares donde no estamos seguros”.


Ricardo Figueiras, Amanda Toubes, Graciela Montes y Gabriela Pesclevi
La conversación sigue su curso. Toman la palabra Ricardo, que es el marido de Graciela, y Amanda. Los tres son viejos amigos de los tiempos del Ceal y entre anécdotas y chistes se va generando un clima de complicidad que nos descontractura a todos. Gabriela Pesclevi coordina la charla y da pie para que niños y adolescentes de los talleres de esta organización social le hagan preguntas a Graciela. Uno pregunta cómo hace para escribir tantas historias, otro si se identifica con alguno de sus libros, otro le pide recomendaciones para ser escritor. Todos nos animamos a contar algo, recordar alguna lectura, o simplemente mostrar un agradecimiento. Hay una emoción desatada en ese salón que no queremos que se termine nunca. Por mi parte, sé que voy a volver a Paraná afirmando que Graciela es una maestra que me alegra haber encontrado en esta vida.

Yo no sé si es una profesión que recomiendo –responde Graciela a una de las preguntas–. En fin, supongamos que te empecinás. Leé. Los escritores aprendemos a escribir leyendo. Leer lo más variado posible, lo más rico posible, metiéndote por caminos nuevos, leyendo lo que no entendés, aprendiendo otros idiomas… todas esas cosas te abren la cabeza y te dan una herramienta formidable que hay que tener para escribir o para hacer otras cosas, que es la palabra, el lenguaje. Eso sí vale oro. Eso sí se los recomiendo, que todos se lo apropien al máximo, lo más rico posible. Tratando de que no se pierda ni una sola palabra de las que se pueden usar. Ni una. Esa es una acumulación de la riqueza que recomiendo. ¡La única!
Leer, aprender y tratar de entender las cosas nuevas y los espacios nuevos en los que estamos. A mí, pensar siempre me sirvió. Yo sé que algunos dicen “no hay que pensar, solo hay que sentir”. Yo soy de los que siempre trataron de pensar. Qué le vamos a hacer.

Integrantes del colectivo "La Grieta" de La Plata junto a Mile y Lauti

Dedico este texto a quienes nos alojaron durante este paseo: a Andrea y su hija, Gabriela, Vero, Paula, y todo el equipo de La Grieta. A Silvia y Yamil.