jueves, 15 de enero de 2015

El jardín como biblioteca

Por Kevin Jones
Revista Barriletes
Noviembre 2014            

Sin embargo, andaban en su espíritu voces desconocidas, intuiciones vagas que le aseguraban que no todo debía ser así, que debía haber algo más en las vidas, como el jardín, como las flores, como el perfume de las flores, que no son nada y que sin embargo, significaban tanto para ella; que todo no podía ser trabajo, esfuerzo y sacrificio y que no solo había que anhelar bienes materiales, cosas concretas. 

Roberto Beracochea, Las gotas de la noche (1977)

Cada vez que visito a Teresa me doy cuenta que ella insiste en tener el paso quedo, la voz y los ojos lejanos y la caricia justa. Caricia a veces llegada en forma de palabra al pasar, otras en la demora de un abrazo. Atrae a todas las cosas de su alrededor a esa quietud y lejanía. Incluso la tarde anda lenta entonces. Su casa tiene aberturas pequeñas. Parece, es más, que la casa toda hubiese sido hecha hacia abajo, como para no olvidar la tierra. Entonces uno pasa por esa casa, lenta, plagada de objetos del viaje, del viaje que viene de otro tiempo, pasa y llega al patio.
            El patio es más grande que la casa misma, hasta el punto que parece ser el patio quien contiene la casa y no al revés. Hay una vereda que parece haberse rendido antes de llegar al fondo. Llega hasta una enredadera y un galponcito, pero deja todo indómito una parva de rosales y quién sabes cuáles otras plantas que hacen de fondo. A veces, cuando Mari va conmigo me pregunta al regreso cómo harán Tere y su marido, viejos ambos, para cuidar de ese jardín. Nunca respondo a esa pregunta, más que con un silencio cómplice que ya venía dado en ese modo de preguntar, de preguntar aquello que no alcanzaríamos a comprender, aquello que se nos ha escapado de la visita. Aquello que nunca le preguntaríamos a Tere.
El jardín no habla, es hablado. A veces decimos más cosas sobre él. Otras solamente Tere aduce un vamos a mirar las plantas. Tratamos de rodearlo con palabras y frases que no se toquen entre sí. No contamos el cuento del jardín. Decimos en cambio cuánto ha crecido un helecho, admiramos el color de una flor y nos inquietamos por el nombre de una planta que desconocemos. Y aunque Teresa a veces refiere de dónde ha salido tal o cual planta, las más de las veces dice no recordar de dónde vinieron. El jardín parece ser anterior a la casa, anterior a Teresa, Mari y yo visitándolo en una tarde. Por eso creo que nunca podremos hacer el cuento del jardín, ni respondernos con Mari cómo hacen Teresa y su marido, tan viejos, para cuidarlo.
            Pareciera entonces que Teresa y el Negro hubieran llegado a esa casa para cuidar del jardín, y fueran, en última instancia, guardias de ese jardín. Un jardín magnánimo que gobierna, por medios que desconocemos, las materialidades de la existencia.
‘Vamos a mirar las plantas y después seguimos tomando mate’, me dice Tere. Recorremos el patio. Corto laurel. Tere me promete plantas para otro día en que no haya llovido tanto.
Volvemos. Al sentarnos me pregunta si Mari tiene un jardín. Le digo que sí, y que es grande. Que todos mis recuerdos de flores de la infancia son de ese jardín. Que me gustaba jugar con los conejitos a abrir y cerrarlos en su patio. Tere me dice que mejor. Que tener un patio es mejor que nada. A una mujer sola le conviene, me dice. ‘Porque así una tiene al menos algo que mirar. Ver sí las plantas crecen o no crecen. Si lo que pusiste ahí sigue ahí. Sino, no hay nada que mirar y eso es peor…’




Algo que mirar
            Cuando con Luz hablamos sobre flores usamos otra lengua. O, más que otra lengua, otro tipo de tacto, de contacto, con lo que solemos llamar realidad. Sabemos que nos estamos moviendo en un terreno movedizo, y que no habrá motivos ciertos por los cuáles entrar o salir de esa lengua/tacto. El florecimiento de un geranio, tan desapercibido hasta entonces, la presencia de una planta en particular en casa de un vecino o la observación de un árbol en la calle. Todos estos puntos en que la mirada, sin querer, se ha posado pueden provocar la necesidad de hablar del jardín. Buscamos entonces esa forma distinta del habla, entrando y saliendo de ella con cuidado. Tratando de que los pliegues de la realidad no se rompan mientras salimos.
            Luego, mientras no hablamos del jardín, sabemos que este siempre se encuentra presente. En algún sitio, en algún patio, las plantas siguen creciendo. Y es posible que, en nuestra propia casa se esté gestando la expansión de una suculenta. Estos hechos son subterráneos a nuestro movimiento por la casa a diario. Parecen tener una relación con la casa que nos supera a nosotros. Como si la casa y las plantas se conocieran mejor, o en un nivel más profundo, que la casa y nosotros.
            El jardín está allí más allá de nosotros. Nosotros, tan volátiles, nos sabemos más frágiles que el jardín. Por eso lo respetamos y lo atendemos.
            Allí, creo, es donde el jardín se convierte en ese objeto a ser mirado, a ser leído, a ser escrito. El jardín es el punto de fuga de la cartografía. En nuestro mapa el jardín, como la enamorada del muro, toma toda la casa y nos toma a nosotros.
            Algún día Tere terminarás siendo jardín, tanto andar despacio entre las plantas, como dándoles el tiempo para que te digan si ya te tenes que quedar con ellas. Algún día Tere vendré y el jardín estará aún más florecido, me dan ganas a veces de decirle a Teresa, pero el jardín pide silencio, silencio….

Tres malvones
            En Barriletes, en un cantero habitan tres malvones. Llegaron allí una tarde de taller en que los niños llevaron plantas hasta ahí. Desde entonces las regamos siempre que, por alguna brisa de la tarde, recordamos su existencia. Ahora, a fines de julio, comienzos de agosto, los tres tienen flores. El malvón blanco es chiquito, pero está coronado por una flor.
            Desde que nos encontramos con la biblioteca de Barriletes, hace ya dos años atrás, nos preguntamos qué tipo de biblioteca queríamos construir. Fue en ese entonces que decidimos hacer un taller de mediación de lectura en la biblioteca. En esa decisión queríamos entender que la biblioteca está allí donde hay taller. Y solamente allí donde el taller, como encuentro, como espacio poético, sucede. La biblioteca realmente sucede cuando el taller sucede, volviendo difusas las fronteras entre uno y otro. En este taller y biblioteca confundidos entre sí es que creemos, entendiendo que una biblioteca no es tal sin una sociedad de lectores, sin la circulación a través de ella, y en ella, de lecturas.
            En el marco de ese taller, los chicos plantaron estos malvones. Luego dibujaron otras flores en grandes afiches. Escribieron al lado de ellas.

Planta muivioleta
parese buena
y también puede ser muimala.

            El jardín vuelto biblioteca. Devenido biblioteca. El naranjo, florecido en el patio de Barriletes, vuelto una escritura. Allí donde podemos leer el mundo para poder leer la letra en el mundo, allí donde podemos descubrir trazos originarios que nos permitan hacernos nuestros propios trazos. El naranjo de Barriletes florecido. Naranjo en flor. Las palabras se acercan hasta ahí. Luz recuerda Alicia en el país de las maravillas. Milena acude a Dailan Kifki de María Elena Walsh, ahí donde alguien pasea un malvón. Los libros devenidos malvones.
           
Flor
linda
del
mundo
y es
beya
y
briya
como
el
sol.

            Cuando vamos a Villa Mabel nos gusta mirar los caballos. También esos árboles de sombra enorme que hay. A veces, cuando acá en el quinto acompañamos a algún gurí a su casa podemos ver gallinas paseando a nuestro alrededor. Hoy una niña nos mostraba su perro más chiquito. Capullo se llama.

Planta
carnivo
ra es muy mala
cuidado
que te
puede
morder.

            ¿Qué sucede cuando esas escrituras, esos jardines, se nos presentan ante la mirada, cuando se vuelven objeto de nuestra mirada? Si abrimos los gestos hacia el jardín, si nos damos tiempo de oírlo, ¿qué relatos sobre la existencia nos darán?
            Vuelvo a pensar en Teresa. Pienso en las cosas que admiro de ella. Pienso en las mujeres de mi pueblo y sus jardines. Mujeres vueltas jardín. Recuerdo, hacen eco aún, las palabras de Teresa sobre Mari. En el pueblo, mujer sola es aquella con muertos alrededor. Miro en la memoria a Mari diciéndome este domingo cuán florecida está la camelia. Cuánta victoria sobre el silencio de la muerte en esa camelia.
            Hay días en que nos creemos el cuento sobre la barriada, la marginalidad y los bajos recursos. Hay días en que solo vemos la carencia y los problemas. Entonces solo miramos eso, como si no hubiese más. Hay otros en que el jardín nos gana. Donde el jardín, los árboles de Villa Mabel dando su enorme sombra, los caballos siendo tan hermosos nomás, acariciados por sus dueños, nombrados por los niños, ese jardín se vuelve el objeto de la mirada y nos permite juntos, los niños y nosotros, buscar otras cartografías del barrio, de la ciudad. Cuando esos días llegan aprendemos, educamos nuestra mirada.
            Quizás es ahí donde podemos, leyendo el jardín, encontrar la manera de dejar, gesto sobre gesto, que el jardín nos invada. El jardín que hay, está claro, en la sonrisa de los niños que nos ha alimentado siempre.
            El jardín como una biblioteca posible de ser habitada para buscar allí otros modos de vida porvenir.

Rosa
como mara
es biyosa
tiempo.


(Ilustraciones de Raul Veroni)


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