Por Kevin Jones
Revista Barriletes
Noviembre 2014
Sin embargo, andaban en su espíritu voces
desconocidas, intuiciones vagas que le aseguraban que no todo debía ser así,
que debía haber algo más en las vidas, como el jardín, como las flores, como el
perfume de las flores, que no son nada y que sin embargo, significaban tanto
para ella; que todo no podía ser trabajo, esfuerzo y sacrificio y que no solo
había que anhelar bienes materiales, cosas concretas.
Roberto Beracochea, Las gotas de la noche (1977)
Cada vez que
visito a Teresa me doy cuenta que ella insiste en tener el paso quedo, la voz y
los ojos lejanos y la caricia justa. Caricia a veces llegada en forma de
palabra al pasar, otras en la demora de un abrazo. Atrae a todas las cosas de
su alrededor a esa quietud y lejanía. Incluso la tarde anda lenta entonces. Su
casa tiene aberturas pequeñas. Parece, es más, que la casa toda hubiese sido
hecha hacia abajo, como para no olvidar la tierra. Entonces uno pasa por esa
casa, lenta, plagada de objetos del viaje, del viaje que viene de otro tiempo,
pasa y llega al patio.
El patio es más grande que la casa
misma, hasta el punto que parece ser el patio quien contiene la casa y no al
revés. Hay una vereda que parece haberse rendido antes de llegar al fondo.
Llega hasta una enredadera y un galponcito, pero deja todo indómito una parva
de rosales y quién sabes cuáles otras plantas que hacen de fondo. A veces,
cuando Mari va conmigo me pregunta al regreso cómo harán Tere y su marido,
viejos ambos, para cuidar de ese jardín. Nunca respondo a esa pregunta, más que
con un silencio cómplice que ya venía dado en ese modo de preguntar, de
preguntar aquello que no alcanzaríamos a comprender, aquello que se nos ha
escapado de la visita. Aquello que nunca le preguntaríamos a Tere.
El jardín no habla, es hablado. A veces decimos más cosas sobre
él. Otras solamente Tere aduce un vamos a
mirar las plantas. Tratamos de rodearlo con palabras y frases que no se
toquen entre sí. No contamos el cuento del jardín. Decimos en cambio cuánto ha
crecido un helecho, admiramos el color de una flor y nos inquietamos por el
nombre de una planta que desconocemos. Y aunque Teresa a veces refiere de dónde
ha salido tal o cual planta, las más de las veces dice no recordar de dónde
vinieron. El jardín parece ser anterior a la casa, anterior a Teresa, Mari y yo
visitándolo en una tarde. Por eso creo que nunca podremos hacer el cuento del
jardín, ni respondernos con Mari cómo hacen Teresa y su marido, tan viejos,
para cuidarlo.
Pareciera entonces que Teresa y el
Negro hubieran llegado a esa casa para cuidar del jardín, y fueran, en última
instancia, guardias de ese jardín. Un jardín magnánimo que gobierna, por medios
que desconocemos, las materialidades de la existencia.
‘Vamos a mirar las plantas y
después seguimos tomando mate’, me dice Tere. Recorremos el patio. Corto laurel. Tere me promete
plantas para otro día en que no haya llovido tanto.
Volvemos. Al sentarnos me pregunta si Mari tiene un jardín. Le
digo que sí, y que es grande. Que todos mis recuerdos de flores de la infancia
son de ese jardín. Que me gustaba jugar con los conejitos a abrir y cerrarlos en su patio. Tere me dice que mejor.
Que tener un patio es mejor que nada. A
una mujer sola le conviene, me dice. ‘Porque
así una tiene al menos algo que mirar. Ver sí las plantas crecen o no crecen.
Si lo que pusiste ahí sigue ahí. Sino, no hay nada que mirar y eso es peor…’
Algo que mirar
Cuando con Luz hablamos sobre flores
usamos otra lengua. O, más que otra lengua, otro tipo de tacto, de contacto,
con lo que solemos llamar realidad. Sabemos que nos estamos moviendo en un
terreno movedizo, y que no habrá motivos ciertos por los cuáles entrar o salir
de esa lengua/tacto. El florecimiento de un geranio, tan desapercibido hasta
entonces, la presencia de una planta en particular en casa de un vecino o la
observación de un árbol en la calle. Todos estos puntos en que la mirada, sin
querer, se ha posado pueden provocar la necesidad de hablar del jardín.
Buscamos entonces esa forma distinta del habla, entrando y saliendo de ella con
cuidado. Tratando de que los pliegues de la realidad no se rompan mientras
salimos.
Luego, mientras no hablamos del
jardín, sabemos que este siempre se encuentra presente. En algún sitio, en
algún patio, las plantas siguen creciendo. Y es posible que, en nuestra propia
casa se esté gestando la expansión de una suculenta. Estos hechos son
subterráneos a nuestro movimiento por la casa a diario. Parecen tener una
relación con la casa que nos supera a nosotros. Como si la casa y las plantas
se conocieran mejor, o en un nivel más profundo, que la casa y nosotros.
El jardín está allí más allá de
nosotros. Nosotros, tan volátiles, nos sabemos más frágiles que el jardín. Por
eso lo respetamos y lo atendemos.
Allí, creo, es donde el jardín se
convierte en ese objeto a ser mirado, a ser leído, a ser escrito. El jardín es
el punto de fuga de la cartografía. En nuestro mapa el jardín, como la
enamorada del muro, toma toda la casa y nos toma a nosotros.
Algún día Tere terminarás siendo
jardín, tanto andar despacio entre las plantas, como dándoles el tiempo para
que te digan si ya te tenes que quedar con ellas. Algún día Tere vendré y el
jardín estará aún más florecido, me dan ganas a veces de decirle a Teresa, pero
el jardín pide silencio, silencio….
Tres malvones
En Barriletes, en un cantero habitan
tres malvones. Llegaron allí una tarde de taller en que los niños llevaron
plantas hasta ahí. Desde entonces las regamos siempre que, por alguna brisa de
la tarde, recordamos su existencia. Ahora, a fines de julio, comienzos de
agosto, los tres tienen flores. El malvón blanco es chiquito, pero está
coronado por una flor.
Desde que nos encontramos con la biblioteca
de Barriletes, hace ya dos años atrás, nos preguntamos qué tipo de biblioteca
queríamos construir. Fue en ese entonces que decidimos hacer un taller de
mediación de lectura en la biblioteca. En esa decisión queríamos entender que
la biblioteca está allí donde hay taller. Y solamente allí donde el taller,
como encuentro, como espacio poético, sucede. La biblioteca realmente sucede
cuando el taller sucede, volviendo difusas las fronteras entre uno y otro. En
este taller y biblioteca confundidos entre sí es que creemos, entendiendo que
una biblioteca no es tal sin una sociedad de lectores, sin la circulación a
través de ella, y en ella, de lecturas.
En el marco de ese taller, los
chicos plantaron estos malvones. Luego dibujaron otras flores en grandes
afiches. Escribieron al lado de ellas.
Planta muivioleta
parese buena
y también puede ser muimala.
El jardín vuelto biblioteca.
Devenido biblioteca. El naranjo, florecido en el patio de Barriletes, vuelto una
escritura. Allí donde podemos leer el mundo para poder leer la letra en el
mundo, allí donde podemos descubrir trazos originarios que nos permitan
hacernos nuestros propios trazos. El naranjo de Barriletes florecido. Naranjo en flor. Las palabras se acercan
hasta ahí. Luz recuerda Alicia en el país
de las maravillas. Milena acude a Dailan
Kifki de María Elena Walsh, ahí donde alguien pasea un malvón. Los libros
devenidos malvones.
Flor
linda
del
mundo
y es
beya
y
briya
como
el
sol.
Cuando vamos a Villa Mabel nos
gusta mirar los caballos. También esos árboles de sombra enorme que hay. A
veces, cuando acá en el quinto acompañamos a algún gurí a su casa podemos ver
gallinas paseando a nuestro alrededor. Hoy una niña nos mostraba su perro más
chiquito. Capullo se llama.
Planta
carnivo
ra es muy mala
cuidado
que te
puede
morder.
¿Qué sucede cuando esas
escrituras, esos jardines, se nos presentan ante la mirada, cuando se vuelven
objeto de nuestra mirada? Si abrimos los gestos hacia el jardín, si nos damos
tiempo de oírlo, ¿qué relatos sobre la existencia nos darán?
Vuelvo a pensar en Teresa. Pienso en
las cosas que admiro de ella. Pienso en las mujeres de mi pueblo y sus
jardines. Mujeres vueltas jardín. Recuerdo, hacen eco aún, las palabras de Teresa
sobre Mari. En el pueblo, mujer sola es aquella con muertos alrededor. Miro en
la memoria a Mari diciéndome este domingo cuán florecida está la camelia.
Cuánta victoria sobre el silencio de la muerte en esa camelia.
Hay días en que nos creemos el cuento
sobre la barriada, la marginalidad y los bajos recursos. Hay días en que solo
vemos la carencia y los problemas. Entonces solo miramos eso, como si no
hubiese más. Hay otros en que el jardín nos gana. Donde el jardín, los árboles
de Villa Mabel dando su enorme sombra, los caballos siendo tan hermosos nomás,
acariciados por sus dueños, nombrados por los niños, ese jardín se vuelve el
objeto de la mirada y nos permite juntos, los niños y nosotros, buscar otras
cartografías del barrio, de la ciudad. Cuando esos días llegan aprendemos,
educamos nuestra mirada.
Quizás es ahí donde podemos, leyendo
el jardín, encontrar la manera de dejar, gesto sobre gesto, que el jardín nos
invada. El jardín que hay, está claro, en la sonrisa de los niños que nos ha
alimentado siempre.
El jardín como una biblioteca
posible de ser habitada para buscar allí otros modos de vida porvenir.
Rosa
como mara
es biyosa
tiempo.
(Ilustraciones de Raul Veroni)
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