Revista Barriletes.
Literatura y afecto
La poética de Juan Manuel Alfaro es
de aquellas que queremos dejar reposar cerca de nuestro pecho una vez acabada
la lectura, para sentir cómo esas hojas nos calientan el corazón. Tengo afecto
por los textos de Juan Manuel, siento la necesidad de quererlos. De
repetírselos a otras personas, de oírlos de nuevo. De sacar sus libros y
ponerlos en el escritorio o en la mesa de la cocina, a veces sin buscar en
ellos nada en particular. Sólo por si las dudas viene Mile y leemos algún
cuento, por si quiero decirle uno de esos poemas a Félix. Sus libros andan por
la casa esos días irradiando luz, como si se tratara de un jardín que ha tomado
las habitaciones.
Luego, cuando, en un gesto de
protección, los guardo, siempre lo hago sonriendo. La existencia de una obra
como la de Alfaro es motivo de alegría. De la alegría que uno siente cuando ve
que en la casa de la vecina ha florecido una camelia, y sonríe, se alegra de una
alegría sin nombre porque es alegría de haber recordado que en el mundo existen
las camelias.
Camelias hay en casa de Mari en Seguí. En estos días están
floreciendo. Y aunque quizás nunca hablaremos con la Mari sobre Alfaro y su
obra, sé que gran parte de esa alegría que siento ante estos textos es porque
siento que hay algo en el amor, en el cariño hacia un grupo de gente, hacia un
puñado de imágenes y sensaciones que están allá lejos en el tiempo, hay algo en
todo ese mundo que se ensancha y que cubre, de nuevo toda la casa.
En este sentido, leer es viajar al revés, ponernos de viaje como
si fuéramos parientes de la costa, como si fuera primavera y con el buen tiempo
nos hubieran entrado ganas de anoticiarnos de que los sitios aún están, más
allá de nosotros. Y de preguntarnos, de paso, por todos los que se pusieron de
viaje. Viajes preparados con antelación, rumiados de silencio.
Y con ese afecto uno camina estas
calles. Uno se inventa entonces un origen. Y la infinita estela que une
indefectiblemente literatura y vida se tensa y nos da cobijo, nos abriga. De
repente la cartografía de esta provincia se ensancha y se plaga de un
territorio saludable, necesario, poético. Un territorio invisible, imaginario,
hecho de voz y de ternura, pero quizás el más valido al que podamos aspirar.
Alfaro y el advenimiento de una
poética
“Con Juan Manuel Alfaro adviene en Entre Ríos un verdadero nuevo
modo verbal de expresar el flotante y secreto contenido del mundo y del ser. La
primera sensación que se experimenta con los poemas de Cauce, es la de frescura. Otra, la conciencia o el presentimiento
de la inseparabilidad del alma y el paisaje, en una real y visible
consustanciación.”
Luis Alberto Ruiz, Historia de la literatura entrerriana.
(Inédito)
La percepción del paisaje, sostiene
más adelante Ruiz, no siempre puede coincidir con la percepción poética. Sin
embargo, señalaba, en Alfaro esto converge. Y uno pasa por su poesía entonces, dejándose
llevar por la metáfora, escondida ésta dentro de la imagen. Uno comienza
entonces a ver.
Ése es quizás el advenimiento
prometido que Ruiz, como buen crítico literario y escritor, vio en el primero
de los libros de Alfaro, Cauce
(1979). Le seguirían La luz vivida
(1981), El cielo firme (1985) y La piedra azul (1991) en un primer
período de su obra. Luego, ganaría el premio Fray Mocho en dos ocasiones. La
primera con su libro de relatos, La dama
con el unicornio (1998) y en 2002 con Plena
palabra.
Un camino poético que no se alejó de
aquel primer cauce. Una poesía que
insistió siempre en la búsqueda de lo intocable: la luz que hemos vivido, el
cielo firme al que podríamos aspirar, la piedra azul que un día tuvimos entre
las manos:
Una mañana
descubrí
que en las
líneas de mi mano
tenía una
piedra azul,
y me dije:
debo
recordar este día,
la maravilla
visita a los
hombres
pocas veces.
¿Cómo cumplir con esa tarea? ¿Cómo
recordar? En un libro sublime, Los
cuadernos de Malte Laurids Brigge, Rilke, el poeta checo, decía, o más
bien, Malte, cuyos cuadernos leemos allí, decía que es necesario hacerse de
recuerdos para poder hacer versos. Pero que no basta con tener recuerdos. Hay
que, también, olvidarlos. Y entonces sentarse a esperar que vuelvan, que
lleguen y quizás desde el centro de alguno de ellos surja entonces el comienzo
de un verso.
Quizás la literatura esté allí para
recordar la infancia, porque no hay otra manera de recordarla. Porque la
literatura, única cosa en el mundo capaz de aspirar a decirlo todo, permite
archivar entre sus líneas esos recuerdos, devolverles las palabras con que se hicieron.
Sonrío al guardar los libros de
Alfaro porque siento guardar en ellos, en sus líneas, en la escritura invisible
que comienza cuando hemos acabado la lectura, cuando queda el resto de blanco
de la hoja, siento guardar, digo, allí, esos recuerdos, esos días maravillosos.
He demorado hasta aquí esta
entrevista a Juan Manuel Alfaro. Presentamos aquí parte de la conversación
amena que mantuvimos una mañana de noviembre en su casa. Alfaro tuvo el gesto
de permitirme entrevistarlo para hablar sobre la relación de literatura y
recuerdos. Un asunto que no ha dejado, en los últimos años, de conmoverme y de
visitarme como si de una obsesión tozuda se tratara.
Queremos que esta sea la mejor
manera de invitar a los lectores a Las
borrajas azules (Ediciones del Clé, 2014), el último de sus libros,
publicado este año luego de diez años de “silencio” plagados de escritura.
También como invitación a la pronta llegada de El canto entero de Marcelino Román. Estos textos, estamos seguros,
contribuirán a que podamos habitar cada día más profundamente la provincia
imaginaria.
He dejado en ella algunos rasgos
orales, con el deseo de que con ellos queden transportados a la página la
sencillez y calidez del tono de este poeta.
Entrevista
¿Cómo vivís vos la relación entre
escritura/recuerdo/poesía?
Yo creo que, en principio, no es una cuestión deliberada. Pero es
una cuestión que está en mi naturaleza: hablar de esos espacios en los que me
crié. Primero el campo y, después, casi enseguida, el pueblo, los suburbios del
pueblo. Sin abandonarse nunca ni el uno, ni el otro. El campo y el pueblo son
los dos espacios –y a veces se confunden- donde se desarrolla casi toda mi
poesía y mi narrativa.
El campo tiene que ver, supongo, con que yo no alcancé a vivirlo
plenamente. O, al menos, no llegué a tener los aprendizajes necesarios para ese
mundo. En realidad, mis recuerdos del
campo son pocos. Nosotros nos vinimos a Nogoyá cuando yo era muy chico, pero
volví varios veranos al campo (cuando terminaban las clases nos íbamos allá). Y,
entonces, muchas veces he pensado que el campo recordado es más un campo
inventado.
También, creo que es una forma de recuperar. Tal vez he ido
recobrando cosas olvidadas. Tal vez he inventado esos recuerdos, pero después
me los he creído. He recobrado, quizás, cosas que nunca estuvieron en mí, que
pertenecen a los otros, a mis hermanos, por ejemplo; pero ahora también son
parte mía.
Te cuento una anécdota. Hay un poema que se llama Las primas que lo escribí, a raíz de un
encuentro con una de ellas. Y en el poema menciono episodios vividos en la
infancia. Y cuando lo leyeron mis hermanas mayores se sorprendieron de que
pudiera recordar sucesos de cuando yo era tan chiquito. Y, en realidad, no me acordaba,
pero no las pude defraudar. Evidentemente lo que yo sentía, o percibía, eran
ciertas esencias de esos momentos, y lo que logré captar fue, justamente, eso: lo
esencial. Y, entonces, ellas creyeron que yo recordaba todo un mundo. Es eso,
tal vez: una forma de vivir en mayor plenitud lo que no alcancé a vivir.
También del campo, de esas imágenes vividas en mis primeros años,
y aunque no todas recordadas, como te decía, sí muy presentes en mí, en mi
espíritu; de esas imágenes tal vez provenga mi vinculación, mi “inscripción”,
en la poética entrerriana, que se dio, naturalmente, antes de haber leído a los
poetas entrerrianos… En esa poética, tan vinculada, inmersa en el paisaje, con
tanta significación del paisaje. Yo me asombro, en cierto modo, de mis primeros
poemas, ahora que los veo con años. De las palabras que usaba, de los elementos,
de los ambientes; que no me haya dejado encantar por cosas extrañas o exóticas,
sino que hablara de cosas cercanas, del mundo simple e inmediato.
Una forma de ir recuperando el pasado pero, quizás, también, una
respuesta, la búsqueda de una respuesta a la finitud. Uno se va refugiando en
ciertas cosas, se va aferrando a ciertas cosas, porque el solo hecho del paso
del tiempo implica la muerte, entonces mantener vivas determinadas cosas, tal
vez, nos da una ilusión de permanencia. Pero siempre en el terreno de lo no
plenamente consciente, en territorios no claramente descifrables…
He escrito siempre más o menos de las mismas cosas, simples y
pequeñas cosas. O, al menos, en su apariencia… Hablar del almacén de la tía
Justa, por ejemplo, del camión del tío Juan Antonio, de las borrajas azules o
de la casa y de la galería, de los vínculos familiares, no es hablar de “cosas
trascendentes”; pero, también es posible que alguien sienta, por ejemplo, que en
el almacén de la tía Justa, también está presente el drama de la existencia. Y
ya eso es otra historia. La cosa no es tan simple.
Detrás de esa familia se funda
una especie de pequeña mitología familiar. Aunque nunca se nombra como tal, se
funda algo de ese tenor.
Creo que sí, que uno le da cierta jerarquía… Tal vez uno sienta la
necesidad de pertenecer a un mito, a una magia…
Quizás con la escritura misma…
Sí, sí. Fíjate en La dama
con el unicornio… Yo tengo ahí un cuento que se llama “El tío Ángel”. Un
tío que efectivamente existió, pero no era ese que yo describo. Era un tío
músico, pero no era ése. Ahora, después que yo escribí el tío Ángel, nadie me
saca de la cabeza que el tío Ángel es el que está escrito. No es que yo quiera
imponerme, es el Tío Ángel el que se impuso.
Creo que esos seres también… eso me he dado cuenta después… que he
escrito sobre los seres o los personajes menos sobresalientes de mi familia. “Sobresalientes”,
en el sentido de los que no se hicieron ricos, u obtuvieron cierta fama, se
destacaron en algo…No, no. Sino la gente más humilde, más sencilla. Cuando me
he dado cuenta de que lo he escrito sin querer, ¿no?, digo, qué bien, qué bien.
Es una forma de ponerlos un poco más en el mundo, de que permanezca un poco más
en el mundo. He escrito bastante de ellos. O de los vecinos. Tengo mucho
escrito inédito que sigue hablando de esos mundos, de esa gente que, tal vez,
ya no los recuerde nadie o muy poca gente. Es una manera de que sigan en el mundo,
¿no?
Vos señalas que alcanzás a
comprender claramente el campo a través de los años y la escritura. Como que lo
que pasó allá recién está sucediendo ahora. Lo pongo en relación con el
“alcanzar la plena palabra”. Alcanzarla significaría llegar a un cierto saber…
¿Qué implica para vos la plena palabra?
Sucede que si uno ha vivido, y no ha vivido en vano, en la medida
en que pasan los años su comprensión del mundo,
no digo que es mayor, sino más íntima o más secreta entre uno y el
mundo. Lógicamente, va descubriendo cosas que estaban ahí. Cosas que las
vivimos y no nos dimos cuenta que las vivimos. Va conociendo esas cosas y
estableciendo un vínculo mayor con ellas. En nuestra existencia esos vínculos
son cada vez más fuertes.
Hay también en tus poemas una
relación entre infancia/poesía. ¿Cómo ves vos ese vínculo?
Yo creo que el vínculo de la infancia con la poesía es natural,
absolutamente natural. En Plena palabra
cuento, en un poema, que un día iba caminando con mi hija y acá a la vuelta
había una florcita silvestre, se la muestro, ella se acerca, la huele y dice
“tiene un perfume transparente” o “un olor transparente”. Después, a esa misma expresión, la leí con el
tiempo en Vicente Aleixandre. Es decir, un niño de jardín de infantes y el
Premio Nobel habían tenido la misma percepción de una flor. En la infancia, la
percepción es natural. No existe la diferenciación, tal vez, entre lo real y lo
mágico.
Eso también se da en ciertas personas. Mi madre, por ejemplo, apenas
fue a la escuela: era del campo, estuvo unos poquitos días en la escuela y se
volvió caminando a su casa, cuatro leguas caminando sola, solita… Pero estaba
llena de frases mágicas. Las palabras en ella tenían mucha vida. Eran muy
fuertes…
Bueno, eso es lo que sucede con la infancia. Una forma de ver las
cosas que no es la aceptada por todos, la corriente, la habitual. Una forma
distinta de ver. Como ve el poeta. En el
jacarandá, por ejemplo. Siempre recuerdo los versos de Carlos Alberto Álvarez
“al suelo se viene el cielo lila del jacarandá”. Eso mismo te lo puede decir un
niño.
En definitiva, los poetas somos en cierto modo niños, en eso de
tratar de ver las cosas, a veces, de lograr imágenes que parezcan nuevas, una
mirada distinta que agregue algo al mundo. Que contribuya a que, también, los
otros puedan ver, de otra manera, las cosas; el mundo, de otra manera.
Tus inicios dentro de la poesía,
en ese vínculo con Álvarez se dio en el ’76, ’77. Una época donde, ustedes como
generación, asistieron a la primera consagración de Juanele con la publicación
de En el aura del sauce.
¡Juanele!… Cuando yo tenía veinte años, unos amigos de Paraná se
aparecieron por Nogoyá y me llevaron En
el aura del sauce. Creo que no estaba preparado para leerlo… En ese momento
de la historia política del país, y de nuestra edad, quienes leíamos poesía,
leíamos a Neruda, a Tejada Gómez, leíamos a los poetas del cancionero. Quizás
uno de los más importantes que yo leía en ese tiempo –o que fue más importante
para mí- es Manuel J. Castilla… Pero
estábamos inmersos, digo en mi caso, por lo menos, estábamos inmersos en eso de
las imágenes ampulosas de estos poetas (de Tejada, de Neruda) y entonces, tal
vez, la sutileza y la profundidad de Juanele, en un primer momento, no las
percibí.
En los años ’77 y ’78 lo pude conocer. Lo vi tres veces en su
casa. Pude visitarlo con amigos que me llevaron… a presenciarlo, se podría
decir. Porque ir a estar con Juanele, en esos momentos, era ir a verlo, a
presenciarlo. A ver cómo tomaba mate, en su mate de guampa, con una bombilla
larga y finita, mates fríos, lavados; cómo armaba los cigarrillos y estaba ahí,
en un permanente cantito, y por ahí hablaba, por ahí se quedaba en silencio.
Asistimos a esos momentos de la figura de Juanele. A su imagen. La lectura de
él empieza, va a empezar, para mí, en el ’78. Empiezo a leerlo. Empiezo esa
lectura interminable que uno tiene de Juanele, porque si hay alguien que es absolutamente
interminable es él: un poeta que creó un mundo, un mundo que, en cierto modo,
continúa haciéndose. Todos los poetas podemos escribir un poema considerable,
un buen poema, pero escribir un mundo es para muy pocos.
Esas experiencias, las
“visitas” a Juanele, luego pasarían a ser un poema (de Plena palabra), que habla
de que casi todos recordamos haber ido a visitarlo alguna vez… Se creó ese
mito. Todos lo vimos. Todos lo visitamos. Todos lo escuchamos. Juanele fue, no
sé si queriéndolo o no, un sabio. Publicó sus primeros libros por insistencias
de amigos. Después no publicó más, se quedó en su diálogo con la poesía… Y luego vino, sí, en los años setenta, el
“descubrimiento” de su poesía… Y, como digo en ese poema:
“Juanele, librado a los poetas,
sube en humo ritual
y une en el viento
las infinitas fogatas fugitivas.”
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