jueves, 15 de enero de 2015

El poeta y la tarea de recordar. Entrevista a Juan Manuel Alfaro.

Por Kevin Jones
Revista Barriletes.

Literatura y afecto

            La poética de Juan Manuel Alfaro es de aquellas que queremos dejar reposar cerca de nuestro pecho una vez acabada la lectura, para sentir cómo esas hojas nos calientan el corazón. Tengo afecto por los textos de Juan Manuel, siento la necesidad de quererlos. De repetírselos a otras personas, de oírlos de nuevo. De sacar sus libros y ponerlos en el escritorio o en la mesa de la cocina, a veces sin buscar en ellos nada en particular. Sólo por si las dudas viene Mile y leemos algún cuento, por si quiero decirle uno de esos poemas a Félix. Sus libros andan por la casa esos días irradiando luz, como si se tratara de un jardín que ha tomado las habitaciones.
            Luego, cuando, en un gesto de protección, los guardo, siempre lo hago sonriendo. La existencia de una obra como la de Alfaro es motivo de alegría. De la alegría que uno siente cuando ve que en la casa de la vecina ha florecido una camelia, y sonríe, se alegra de una alegría sin nombre porque es alegría de haber recordado que en el mundo existen las camelias.
Camelias hay en casa de Mari en Seguí. En estos días están floreciendo. Y aunque quizás nunca hablaremos con la Mari sobre Alfaro y su obra, sé que gran parte de esa alegría que siento ante estos textos es porque siento que hay algo en el amor, en el cariño hacia un grupo de gente, hacia un puñado de imágenes y sensaciones que están allá lejos en el tiempo, hay algo en todo ese mundo que se ensancha y que cubre, de nuevo toda la casa.
En este sentido, leer es viajar al revés, ponernos de viaje como si fuéramos parientes de la costa, como si fuera primavera y con el buen tiempo nos hubieran entrado ganas de anoticiarnos de que los sitios aún están, más allá de nosotros. Y de preguntarnos, de paso, por todos los que se pusieron de viaje. Viajes preparados con antelación, rumiados de silencio.
            Y con ese afecto uno camina estas calles. Uno se inventa entonces un origen. Y la infinita estela que une indefectiblemente literatura y vida se tensa y nos da cobijo, nos abriga. De repente la cartografía de esta provincia se ensancha y se plaga de un territorio saludable, necesario, poético. Un territorio invisible, imaginario, hecho de voz y de ternura, pero quizás el más valido al que podamos aspirar.

Alfaro y el advenimiento de una poética

“Con Juan Manuel Alfaro adviene en Entre Ríos un verdadero nuevo modo verbal de expresar el flotante y secreto contenido del mundo y del ser. La primera sensación que se experimenta con los poemas de Cauce, es la de frescura. Otra, la conciencia o el presentimiento de la inseparabilidad del alma y el paisaje, en una real y visible consustanciación.”
Luis Alberto Ruiz, Historia de la literatura entrerriana. (Inédito)

            La percepción del paisaje, sostiene más adelante Ruiz, no siempre puede coincidir con la percepción poética. Sin embargo, señalaba, en Alfaro esto converge. Y uno pasa por su poesía entonces, dejándose llevar por la metáfora, escondida ésta dentro de la imagen. Uno comienza entonces a ver.
            Ése es quizás el advenimiento prometido que Ruiz, como buen crítico literario y escritor, vio en el primero de los libros de Alfaro, Cauce (1979). Le seguirían La luz vivida (1981), El cielo firme (1985) y La piedra azul (1991) en un primer período de su obra. Luego, ganaría el premio Fray Mocho en dos ocasiones. La primera con su libro de relatos, La dama con el unicornio (1998) y en 2002 con Plena palabra.
            Un camino poético que no se alejó de aquel primer cauce. Una poesía que insistió siempre en la búsqueda de lo intocable: la luz que hemos vivido, el cielo firme al que podríamos aspirar, la piedra azul que un día tuvimos entre las manos:

Una mañana descubrí
que en las líneas de mi mano
tenía una piedra azul,
y me dije:
debo recordar este día,
la maravilla
visita a los hombres
pocas veces.

            ¿Cómo cumplir con esa tarea? ¿Cómo recordar? En un libro sublime, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, Rilke, el poeta checo, decía, o más bien, Malte, cuyos cuadernos leemos allí, decía que es necesario hacerse de recuerdos para poder hacer versos. Pero que no basta con tener recuerdos. Hay que, también, olvidarlos. Y entonces sentarse a esperar que vuelvan, que lleguen y quizás desde el centro de alguno de ellos surja entonces el comienzo de un verso.
            Quizás la literatura esté allí para recordar la infancia, porque no hay otra manera de recordarla. Porque la literatura, única cosa en el mundo capaz de aspirar a decirlo todo, permite archivar entre sus líneas esos recuerdos, devolverles las palabras con que se hicieron.
            Sonrío al guardar los libros de Alfaro porque siento guardar en ellos, en sus líneas, en la escritura invisible que comienza cuando hemos acabado la lectura, cuando queda el resto de blanco de la hoja, siento guardar, digo, allí, esos recuerdos, esos días maravillosos.
           


            He demorado hasta aquí esta entrevista a Juan Manuel Alfaro. Presentamos aquí parte de la conversación amena que mantuvimos una mañana de noviembre en su casa. Alfaro tuvo el gesto de permitirme entrevistarlo para hablar sobre la relación de literatura y recuerdos. Un asunto que no ha dejado, en los últimos años, de conmoverme y de visitarme como si de una obsesión tozuda se tratara.
            Queremos que esta sea la mejor manera de invitar a los lectores a Las borrajas azules (Ediciones del Clé, 2014), el último de sus libros, publicado este año luego de diez años de “silencio” plagados de escritura. También como invitación a la pronta llegada de El canto entero de Marcelino Román. Estos textos, estamos seguros, contribuirán a que podamos habitar cada día más profundamente la provincia imaginaria.
            He dejado en ella algunos rasgos orales, con el deseo de que con ellos queden transportados a la página la sencillez y calidez del tono de este poeta.

Entrevista

¿Cómo vivís vos la relación entre escritura/recuerdo/poesía?

Yo creo que, en principio, no es una cuestión deliberada. Pero es una cuestión que está en mi naturaleza: hablar de esos espacios en los que me crié. Primero el campo y, después, casi enseguida, el pueblo, los suburbios del pueblo. Sin abandonarse nunca ni el uno, ni el otro. El campo y el pueblo son los dos espacios –y a veces se confunden- donde se desarrolla casi toda mi poesía y mi narrativa.
El campo tiene que ver, supongo, con que yo no alcancé a vivirlo plenamente. O, al menos, no llegué a tener los aprendizajes necesarios para ese mundo. En realidad,  mis recuerdos del campo son pocos. Nosotros nos vinimos a Nogoyá cuando yo era muy chico, pero volví varios veranos al campo (cuando terminaban las clases nos íbamos allá). Y, entonces, muchas veces he pensado que el campo recordado es más un campo inventado.
También, creo que es una forma de recuperar. Tal vez he ido recobrando cosas olvidadas. Tal vez he inventado esos recuerdos, pero después me los he creído. He recobrado, quizás, cosas que nunca estuvieron en mí, que pertenecen a los otros, a mis hermanos, por ejemplo; pero ahora también son parte mía.
Te cuento una anécdota. Hay un poema que se llama Las primas que lo escribí, a raíz de un encuentro con una de ellas. Y en el poema menciono episodios vividos en la infancia. Y cuando lo leyeron mis hermanas mayores se sorprendieron de que pudiera recordar sucesos de cuando yo era tan chiquito. Y, en realidad, no me acordaba, pero no las pude defraudar. Evidentemente lo que yo sentía, o percibía, eran ciertas esencias de esos momentos, y lo que logré captar fue, justamente, eso: lo esencial. Y, entonces, ellas creyeron que yo recordaba todo un mundo. Es eso, tal vez: una forma de vivir en mayor plenitud lo que no alcancé a vivir.

También del campo, de esas imágenes vividas en mis primeros años, y aunque no todas recordadas, como te decía, sí muy presentes en mí, en mi espíritu; de esas imágenes tal vez provenga mi vinculación, mi “inscripción”, en la poética entrerriana, que se dio, naturalmente, antes de haber leído a los poetas entrerrianos… En esa poética, tan vinculada, inmersa en el paisaje, con tanta significación del paisaje. Yo me asombro, en cierto modo, de mis primeros poemas, ahora que los veo con años. De las palabras que usaba, de los elementos, de los ambientes; que no me haya dejado encantar por cosas extrañas o exóticas, sino que hablara de cosas cercanas, del mundo simple e inmediato.
Una forma de ir recuperando el pasado pero, quizás, también, una respuesta, la búsqueda de una respuesta a la finitud. Uno se va refugiando en ciertas cosas, se va aferrando a ciertas cosas, porque el solo hecho del paso del tiempo implica la muerte, entonces mantener vivas determinadas cosas, tal vez, nos da una ilusión de permanencia. Pero siempre en el terreno de lo no plenamente consciente, en territorios no claramente descifrables…
He escrito siempre más o menos de las mismas cosas, simples y pequeñas cosas. O, al menos, en su apariencia… Hablar del almacén de la tía Justa, por ejemplo, del camión del tío Juan Antonio, de las borrajas azules o de la casa y de la galería, de los vínculos familiares, no es hablar de “cosas trascendentes”; pero, también es posible que alguien sienta, por ejemplo, que en el almacén de la tía Justa, también está presente el drama de la existencia. Y ya eso es otra historia. La cosa no es tan simple.

Detrás de esa familia se funda una especie de pequeña mitología familiar. Aunque nunca se nombra como tal, se funda algo de ese tenor.

Creo que sí, que uno le da cierta jerarquía… Tal vez uno sienta la necesidad de pertenecer a un mito, a una magia…

Quizás con la escritura misma…

Sí, sí. Fíjate en La dama con el unicornio… Yo tengo ahí un cuento que se llama “El tío Ángel”. Un tío que efectivamente existió, pero no era ese que yo describo. Era un tío músico, pero no era ése. Ahora, después que yo escribí el tío Ángel, nadie me saca de la cabeza que el tío Ángel es el que está escrito. No es que yo quiera imponerme, es el Tío Ángel el que se impuso.

Creo que esos seres también… eso me he dado cuenta después… que he escrito sobre los seres o los personajes menos sobresalientes de mi familia. “Sobresalientes”, en el sentido de los que no se hicieron ricos, u obtuvieron cierta fama, se destacaron en algo…No, no. Sino la gente más humilde, más sencilla. Cuando me he dado cuenta de que lo he escrito sin querer, ¿no?, digo, qué bien, qué bien. Es una forma de ponerlos un poco más en el mundo, de que permanezca un poco más en el mundo. He escrito bastante de ellos. O de los vecinos. Tengo mucho escrito inédito que sigue hablando de esos mundos, de esa gente que, tal vez, ya no los recuerde nadie o muy poca gente. Es una manera de que sigan en el mundo, ¿no?

Vos señalas que alcanzás a comprender claramente el campo a través de los años y la escritura. Como que lo que pasó allá recién está sucediendo ahora. Lo pongo en relación con el “alcanzar la plena palabra”. Alcanzarla significaría llegar a un cierto saber… ¿Qué implica para vos la plena palabra?

Sucede que si uno ha vivido, y no ha vivido en vano, en la medida en que pasan los años su comprensión del mundo,  no digo que es mayor, sino más íntima o más secreta entre uno y el mundo. Lógicamente, va descubriendo cosas que estaban ahí. Cosas que las vivimos y no nos dimos cuenta que las vivimos. Va conociendo esas cosas y estableciendo un vínculo mayor con ellas. En nuestra existencia esos vínculos son cada vez más fuertes.

Hay también en tus poemas una relación entre infancia/poesía. ¿Cómo ves vos ese vínculo?

Yo creo que el vínculo de la infancia con la poesía es natural, absolutamente natural. En Plena palabra cuento, en un poema, que un día iba caminando con mi hija y acá a la vuelta había una florcita silvestre, se la muestro, ella se acerca, la huele y dice “tiene un perfume transparente” o “un olor transparente”.  Después, a esa misma expresión, la leí con el tiempo en Vicente Aleixandre. Es decir, un niño de jardín de infantes y el Premio Nobel habían tenido la misma percepción de una flor. En la infancia, la percepción es natural. No existe la diferenciación, tal vez, entre lo real y lo mágico.
Eso también se da en ciertas personas. Mi madre, por ejemplo, apenas fue a la escuela: era del campo, estuvo unos poquitos días en la escuela y se volvió caminando a su casa, cuatro leguas caminando sola, solita… Pero estaba llena de frases mágicas. Las palabras en ella tenían mucha vida. Eran muy fuertes…

Bueno, eso es lo que sucede con la infancia. Una forma de ver las cosas que no es la aceptada por todos, la corriente, la habitual. Una forma distinta de ver. Como ve el poeta.  En el jacarandá, por ejemplo. Siempre recuerdo los versos de Carlos Alberto Álvarez “al suelo se viene el cielo lila del jacarandá”. Eso mismo te lo puede decir un niño.

En definitiva, los poetas somos en cierto modo niños, en eso de tratar de ver las cosas, a veces, de lograr imágenes que parezcan nuevas, una mirada distinta que agregue algo al mundo. Que contribuya a que, también, los otros puedan ver, de otra manera, las cosas; el mundo, de otra manera.

Tus inicios dentro de la poesía, en ese vínculo con Álvarez se dio en el ’76, ’77. Una época donde, ustedes como generación, asistieron a la primera consagración de Juanele con la publicación de En el aura del sauce.

¡Juanele!… Cuando yo tenía veinte años, unos amigos de Paraná se aparecieron por Nogoyá y me llevaron En el aura del sauce. Creo que no estaba preparado para leerlo… En ese momento de la historia política del país, y de nuestra edad, quienes leíamos poesía, leíamos a Neruda, a Tejada Gómez, leíamos a los poetas del cancionero. Quizás uno de los más importantes que yo leía en ese tiempo –o que fue más importante para mí-  es Manuel J. Castilla… Pero estábamos inmersos, digo en mi caso, por lo menos, estábamos inmersos en eso de las imágenes ampulosas de estos poetas (de Tejada, de Neruda) y entonces, tal vez, la sutileza y la profundidad de Juanele, en un primer momento, no las percibí.
En los años ’77 y ’78 lo pude conocer. Lo vi tres veces en su casa. Pude visitarlo con amigos que me llevaron… a presenciarlo, se podría decir. Porque ir a estar con Juanele, en esos momentos, era ir a verlo, a presenciarlo. A ver cómo tomaba mate, en su mate de guampa, con una bombilla larga y finita, mates fríos, lavados; cómo armaba los cigarrillos y estaba ahí, en un permanente cantito, y por ahí hablaba, por ahí se quedaba en silencio. Asistimos a esos momentos de la figura de Juanele. A su imagen. La lectura de él empieza, va a empezar, para mí, en el ’78. Empiezo a leerlo. Empiezo esa lectura interminable que uno tiene de Juanele, porque si hay alguien que es absolutamente interminable es él: un poeta que creó un mundo, un mundo que, en cierto modo, continúa haciéndose. Todos los poetas podemos escribir un poema considerable, un buen poema, pero escribir un mundo es para muy pocos.

 Esas experiencias, las “visitas” a Juanele, luego pasarían a ser un poema (de Plena palabra), que habla de que casi todos recordamos haber ido a visitarlo alguna vez… Se creó ese mito. Todos lo vimos. Todos lo visitamos. Todos lo escuchamos. Juanele fue, no sé si queriéndolo o no, un sabio. Publicó sus primeros libros por insistencias de amigos. Después no publicó más, se quedó en su diálogo con la poesía…  Y luego vino, sí, en los años setenta, el “descubrimiento” de su poesía… Y, como digo en ese poema:

“Juanele, librado a los poetas,
sube en humo ritual
y une en el viento
las infinitas fogatas fugitivas.”


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