Por Hernán Hirschfeld
Revista Barriletes
Como muchos errantes trovadores
haré un himno con todos mis dolores.
Y cuando ya de mí no queden rastros
en las sendas estériles del mundo,
me iré con dolor de vagabundo
por el blanco camino de los astros
Hierro, seda y cristal, Guillermo Saraví
Un encuentro
Diez
años atrás, cuando cursaba en la escuela primaria Mariano Moreno, tuve la
oportunidad de conocer los textos de Julio Federik en un estante de la
biblioteca escolar. Sus libros estaban literalmente escondidos en una de las
estanterías más altas: tuve que escabullirme de las señoritas y tomar la
escalera de mano para aventurarme a ese lugar, muy peligroso, sin saber bien
con qué me iba a encontrar. Empecé a sacar libros desesperadamente. Vi uno
pequeño que estaba aplastado por otros más grandes que él, solté la mano con la
que agarraba la escalera para no perder equilibrio y con mucha fuerza lo pude
sacar. Era Enero en el campo. Lo que
siguió después de eso, como se pueden imaginar, es la lectura. Mis compañeros
me vieron con los textos, los leímos entre nosotros y cuando las profesoras se
enteraron, organizaron un encuentro con el escritor.
Unos diez años después se produjo
otro encuentro –curiosamente- en otra biblioteca, esta vez es en Casa Altman, un lugar muy concurrido para quienes gustan de
curiosear y comprar libros viejos. Un pequeño aparador en el rincón del lugar
dice “autores entrerrianos”, me acerco y veo algunos libros de Adolfo Golz,
Juan Manuel Alfaro y Julio Federik, entre muchos autores ganadores del premio
Fray Mocho. Al lado del texto de Julio había otro mucho más antiguo a simple
vista, tapa negra y sólo con un grabado dorado en el lomo “SARAVI – HIERRO SEDA
Y CRISTAL”. Cuando leí por primera vez la poesía de Saraví, había algo que me
hizo acordar a los textos de Julio, además la escena de lectura de ese libro que
estuvo acompañada, fue grupal.
Guillermo Saraví nació el 11 de
agosto 1899 en la ciudad de Paraná. Después de la publicación de su primer poemario,
Hierro, seda y cristal (1925), se lo
consagró como uno de los escritores que abrió las puertas a la tradición
literaria entrerriana. Además de ser incluido en numerosas antologías y
biografías de escritores que tratan de dar cuenta de “lo entrerriano”, Saraví demostró
ser un gran lector de historia provinciana, llegando a publicar un estudio
sobre el escudo de Entre Ríos y ocupar un cargo en el Archivo de la provincia. El
conjunto de estas publicaciones
hicieron de Saraví una figura especialmente reconocida en la ciudad:
“era de esas personas que hacían sentir su presencia en la calle, con un
particular atuendo y forma de andar. Esa
presencia hacía que la gente se
quedara a contemplarlo cuando caminaba por la peatonal o ingresaba a un local
de la ciudad” en palabras de Julio Federik. El hecho de que Saraví se haya
dedicado a la historiografía no es un dato menor a la hora de leer su poesía, las
numerosas apariciones de íconos relacionados a la historia de la provincia
bautizaron a Saraví como catalizador de
muchos valores de la época. Pero esto no es lo único, trabajar con aquello que
abarca la historia revela otra preocupación referida a lo que no se puede
alcanzar y siempre se escapa: el tiempo y el espacio en constante cambio. Quizás
esa fuerza temática hace que se pueda atar un nudo entre la poesía de Julio
Federik y la de Guillermo Saraví.
Meses después, con la compañía de un
grupo dedicado a la lectura de autores que con mucho cuidado denominamos “de la
región” logramos organizar un panel-debate con escritores, entre ellos Julio se
encontraba ahí, y no fue necesaria ninguna aclaración para que, en el momento
de tomar la palabra, haga presente todo su conocimiento sobre la escritura de
Guillermo Saraví.
Pensar en estas cosas hace volver
una pregunta que me inquieta mucho, tiene que ver con las formas en que
nosotros como lectores construimos inconscientemente recorridos de lectura. Esos
recorridos se pueden narrativizar, como está sucediendo con este texto. En El último lector, Ricardo Piglia vuelve
muchas veces a esta cuestión, llegando a la conclusión de que la forma en la
que nosotros “entramos” a los textos está tan unida a lo que sucede dentro de
ellos que en definitiva ese acercamiento pertenece a la obra y por lo tanto, a la literatura.
El tiempo y la poesía de Saraví, en
este caso, nos reúnen para hablar sobre lecturas. La entrevista, aunque con una
dinámica distinta a la de pregunta-respuesta, intentará reconstruir no
solamente la imagen autoral de Saraví desde el punto de vista de uno de los
lectores más amenos de su poesía, sino que a través de ella se pueda conocer la
forma en que Julio Federik creció leyéndolo.
Entrevista
-¿Cómo fueron tus comienzos en
las lecturas de Guillermo Saraví?
- Como mis padres eran unos
entusiastas de Guillermo Saraví, la poesía de él estuvo presente
permanentemente en mi vida, incluso desde mi niñez. Ellos siempre me contaban
que era alguien de personalidad vigorosa, y lo podía comprobar de lejos cuando
lo veía caminando por la ciudad, siempre saludando con el sombrero, siempre con
un caminar muy marcado. Mientras cursaba la escuela, nos juntábamos a leerlo
con un grupo de amigos, entre ellos Gustavo Lambruschini, ellos sabían recitar
de memoria sus poemas. Yo también me las sabía de memoria, el primer libro que
leí intensamente fue Hierro, seda y
cristal, precisamente esa edición reeditada en los sesenta, que tenía que
ver con el proyecto de publicación de sus obras completas formado por una
comisión de amigos, donde estaba Nessa Boeri, Etchevere, entre otros
reconocidos personajes de la ciudad. Lamentablemente, después de esa primera
publicación, el grupo se fue diluyendo y con el pasar de los años solamente
quedó ese texto.
-Entonces me
imagino que algo de su escritura influyó mucho en tu vida…
- Sí, en la última etapa de mi
adolescencia le llevaba mis poemas, y su magnetismo en las correcciones era
increíble. Me impactaba mucho la forma en la que él se mimetizaba con el monte
y con la historia de nuestra provincia. Yo escribí Mi lugar no sólo porque están mis recuerdos y mis sueños, sino que
detrás de eso está la poética de Saraví, que siempre surgía, siempre volvía a
ocupar un lugar.
Mientras estábamos hablando Julio
hojeaba los libros de Saraví que dejé sobre la mesa de su estudio, siempre
deteniéndose a recordar en voz alta algunos versos. “A este lo dije en un
juicio oral” me dice, refiriéndose a la primera estrofa de Salmo del hambre. Resulta
que a comienzos del año 1965 Julio tuvo que hacer una defensa a unas personas
que se quedaron varadas en un islote, y como no les quedó otra opción tuvieron
que carnear a un animal. Al comienzo del alegato comenzó recitando los versos
de ese poema:
Hambre, reina triste del
desamparado,
cómplice del mundo perverso y
malvado,
hazme la limosna de tu bendición.
-Así que ahí también me encontré con
Saraví, en un contexto totalmente diferente. El juicio salió bien, los saqué
absueltos y esa escena fue reseñada en distintos diarios de la región.
Una vez que comienza la lectura, la
entrevista se diluye. Julio lee a Saraví como alguien que está atravesado por
su poesía, me muestra los detalles, se detiene en cada rima con la mirada de quien
atraviesa un camino y vuelve por el mismo. Para concluir este texto me gustaría
retomar palabras de la presentación de Tarde
Antigua (un texto de Saraví que había permanecido inédito hasta 1999) donde
Julio, posicionado otra vez lector, realiza una reseña de los resultados
poéticos de Saraví:
Él
se ocupó de reavivar el fuego de la leyenda de los entrerrianos. Y no lo hizo
por una mera reanimación de imágenes del pretérito. Saraví creía en los valores
que surgían de esa épica y quería transmitirnos su orgullo. La lealtad, el
coraje el desprendimiento, la determinación, el servicio, la lucha por la
divisa, el ideal, el sueño como generador de los cambios, pero también de su
estética que enaltecía, que subrayaba las bellezas próximas, las
sencillas de nuestros montes, de los riachos, de sus pájaros, de sus
árboles y su gente.
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