domingo, 13 de diciembre de 2015

Cabe justo en el dibujo que voy agrandando. Infancia, taller y salud desde Barriletes.

Kevin Jones



Al llegar a Villa Mabel le pido a Abel que me acompañe a visitar a Mónica. Quiero preguntarle cómo va todo con Casa del joven, cómo le fue en las siguientes visitas luego de que, desde Barriletes, iniciáramos un proceso allí entre el organismo y su familia. Nos quedamos un rato ahí, mientras les aviso a los chicos de Mónica que está por empezar el taller al otro lado del campito. De la canchita, me corrigen y me afirman que irán.
                Cuando salimos, veo a A. y su hermana llegar a su casa enfrente. Le pregunto a Abel si puede esperar el agua que dejamos hirviendo en casa de Mónica y me cruzo corriendo a saludarlos. Hace semanas que no los había visto. Les cuento enseguida que vinimos con una propuesta de taller y que, de hecho, ya hace rato que estamos por este lado del barrio con Abel, que deberíamos ir volviendo para la ronda que Mile, Andre, Stefa, Flor arman en un pequeño recoveco al costado del terreno en que nos solemos ubicar.
                Ya en el camino de regreso se nos suman otros chicos. Cuando llegamos a la ronda algunos niños que habían divisado el incipiente taller ya estaban allí. Se reparten hojas. Algunas están en blanco y otras poseen siluetas de animales. El lunes anterior, durante un taller interno, los integrantes del Área estuvimos pensando en torno a la idea de hacer títeres desde el espacio de taller que, en forma quincenal y territorial, sostenemos aquí. Para eso no solo dimos forma a una idea disparada de la conversación con los chicos acerca de qué cosas podemos hacer en un taller, sino que también le agregamos contenido desde la propuesta de Javier Villafañe acerca de qué sería para este singular autor un títere. Quienes sostienen hoy la propuesta de taller, entonces, compartieron antes la reflexión en torno al hacer que le proponen a los niños ahora: hacer dibujos que luego podamos convertir en títeres.



                En esa ronda comienzan a proliferar algunos diálogos. Unos los oímos, otros se nos escapan. El espacio de taller, como tiempo complejo que siempre adquiere un espesor mayor al tiempo rutinario permite no sólo diferentes usos del espacio sino también diferentes percepciones de la experiencia. Por ejemplo, entre los diálogos que se nos escapan está el de Flor y Anto que será el punto, problemático, de partida de nuestra siguiente reunión. Sin embargo, los diálogos de a dos, de a tres y de a todos que se van dando no son lo único que nos atraviesa. También surgen dibujos a los cuales los talleristas les hacen preguntas. ¿Y eso qué es? ¿Cómo se llama esa vaca? ¿Qué está haciendo ese oso? ¿Dónde vive? En gran medida este juego no es otro que el de la conversación que se viene sosteniendo. Por ello, niños y grandes entramos en su trama naturalmente. Solo que ahora, los talleristas intervienen desde la sutileza de sus preguntas pero también desde propuestas y pedidos. El tallerista oye entre líneas, como nos ha enseñado Cecilia Bajour, y por eso se ofrece para escribir el cuento cuando ve que ese dibujo deviene narración, pero también a escribir la lista de adjetivos que el niño ofrece a ese animal que espera volverse un títere.
                Yo comienzo a dibujar, pero mi atención se pierde en A. Lo veo alejarse de la ronda y a su vez mirar de reojo nuestras reacciones. Me acerco a él protegido por una bolsa de cartón donde traigo algunos libros. Son libros sobre los que estos días hemos estado reflexionando desde la biblioteca barriletera.
                Tomo el que más me gusta a mí, Tarde de invierno, un poema escrito por Jorge Luján que se volvió, todo solito en su ser poema de pocas líneas, un libro-albúm ilustrado por Mandana Sadat.
                Por las características del libro, la lectura del poema se desarrolla en dos ritmos. Uno dado por el mismo texto, en sus encabalgamientos, pero también otro dado por ese otro espacio que es el cambiar de página. Por ello hacemos una pequeña y pausada lectura:


Juega mi dedo en el vidrio empañado y
dibuja una luna y dentro de ella a mi madre que
viene por la calle y cabe justo en el dibujo que voy
agrandando a medida que se va acercando hasta
darme este abrazo que cabe exactamente detrás
del vidrio del portarretrato.

                El libro tiene la sabiduría de dejarnos dos páginas totalmente ilustradas, sin ninguna línea escrita, para comenzar a despedirnos del texto. Doy vuelta esas páginas junto a A. en silencio. Al principio, A. reaccionaba frente a las hojas del libro-albúm señalando lo que encontraba de familiar en ellos (una ciudad, una chica, un dedo) y trataba de retener los sentidos del texto en una misma dirección. Pero el texto, como buen poema, nos hace trampa. Cuando lo hemos atravesado ya no podemos señalar un solo sentido para la relación texto-dibujo.
                Al cerrar el libro, se lo entrego a A. y aunque no digo nada, él me pregunta qué vamos a hacer ahora con el libro. Le digo la verdad, no sé. Me pregunta entonces si puede copiar el poema. Le digo que sí y me pongo cerca suyo a leer otra cosa hasta que varios minutos después me entrega libro y poema. A. no solo copió el poema, sino que en ese ejercicio lo restituyó a su forma original de poema sobre una sola página. Los versos que se encontraban cortados dentro del libro están ahora unidos al menos simbólicamente, como la niña del poema junto a su mamá al final del texto. Mientras pienso en eso con una sonrisa, en lo terapéutico puesto en juego en aquel gesto, A. me dice que se va a su casa. Nos despedimos aunque el Taller continúa aún por un buen rato, hasta que empiece a bajar el sol.

                Si pongo sobre la mesa estas cosas, como respuesta a la invitación recibida a contar nuestro hacer barriletero, es porque realmente creo que hay mucho condensado en las escenas de Taller que, estoy seguro, muchos de quienes nos encontramos hoy en esta ciudad sostenemos muchas veces desde los márgenes y el silencio. El tipo de intervención con y desde la infancia que tratamos de construir desde Barriletes trata de enunciarse desde un posicionamiento ético-político hacia la infancia que no sólo entienda a las niñas y niños como sujetos de derecho sino también (y a causa de ello justamente) como sujetos sensibles. Aunque para que esto sea así, como hemos reflexionado en otras oportunidades, debemos atender siempre a nuestra propia y activa memoria de la infancia. Cuando entramos en contacto con un niño es a nuestra propia infancia la que no podemos dejar de ver. Cada intervención que nos propongamos en el campo de la infancia será, indefectiblemente también una intervención sobre nuestra propia infancia. Sobre el niño que fuimos, somos y podemos ser.
                Creemos en talleristas que trabajen desde la infancia como modo de ser y estar en el mundo. Por eso, más que construir un espacio de taller, lo habitamos. Sólo así podemos garantizarnos salir afectados del encuentro con los niños y niñas.
                Y es queriendo decirles esto que pienso en A. Yo no sé qué cosas habrán sucedido en su día, y hasta me olvidé de preguntarle por cuál motivo no lo veníamos viendo en el taller semanas anteriores. En su lugar usamos el tiempo que nos dimos uno a otro (Derrida dice que el tiempo es quizás lo único que podemos dar en verdad, lo único que una vez dado no regresará nunca) para ejercicios de lectura y escritura que quizás, tanto para él como para mí, no tengan ocasión de suceder en los otros tiempos y espacios por los cuales transitamos cotidianamente.  El tallerista en que creemos no es todopoderoso ni lo sabe todo, ni de sí ni de los niños y niñas (esos a los que a veces llamamos población) con quienes trabaja.
Sostener el encuentro desde este posicionamiento implica asumir riesgos. El riesgo de que las cosas nos duelan de verdad, nos hagan felices de veras y nos marquen en la piel de adentro. ¿Qué habremos pensado con A. de aquella mamá ausente que ni siquiera sabemos al final del poema si llega a casa o si en verdad estará ausente para el resto del tiempo que es como decir para siempre?


Sabemos que los debates abiertos estos últimos años en torno a la Salud Mental como campo plural y complejo nos permiten enlazar la salud con la asunción del riesgo. Por ello creo que tal vez sea tiempo de que nos animemos a nombrar esas experiencias que hacemos detrás del campito, al costado de la canchita como experiencias de una salud mental comunitaria. El contexto que propicia la Ley Nacional de Salud Mental así nos lo permite, si nos entendemos como interlocutores de la misma y actuamos en consecuencia. Tal vez sea tiempo de dejar de hablar de “la nueva ley de infancia” y “la nueva ley de salud mental” para hacernos cargo del rol que en ellas nos toca y desde allí exigir a los demás actores sociales lo mismo.  Nuestros talleres, como sabemos, son como el dibujo que la niña del poema de Luján realiza sobre la ventana. No estamos preparados para mucho de lo que allí irrumpe, y sin embargo seguimos estando presentes en ese contexto. Ojalá esta jornada, como tantos encuentros que se vienen dando en nuestra necesidad de estar juntos nos sirva para seguir jugando en el vidrio empañado. Así, cuando vemos que mamá se acerca, lo vamos agrandando para que quepa justo en dibujo que hacemos.


 en Barriletes.

Noviembre 2015

No hay comentarios:

Publicar un comentario