domingo, 13 de diciembre de 2015

La plaza pública como espacio poético

Luz Omar

Durante los últimos meses, cada viernes por la tarde, de manera semanal, tiene lugar el Taller “Monigotes en la arena” en la Plaza 23 de septiembre de Paraná V. Allí se propician encuentros entre niños y literatura que, articulados desde nuestra Biblioteca Comunitaria y el Área con niños y niñas, forman parte de los múltiples acercamientos a la infancia que Barriletes propone. Aquí, un acercamiento al interior del Taller y la pregunta por aquello que la poesía puede.




De un viernes a otro el taller oscila entre extremos, como hacen las hamacas. Y caminamos como hormigas, por senderos de tierra cargando pastos tiernos, trabajando, trabajando. El cielo siempre arriba. Habitamos la plaza veintitrés de septiembre, del quinto, en Paraná.
A medida que imagino este texto-jardín lo pienso en comparación con el registro de los antropólogos, tan aviesos ellos buscando en el totalitario siglo XX encontrarse con lo otro, paradójico efecto, ellos, de las potencias colonizadoras que buscaban dominar lo otro. Dice el sociólogo francés Pierre Bourdieu, en El sentido práctico (1980), que dos son los extremos viciados de la tarea de la ciencia social: pretender fundirse en aquella alteridad que se estudia, al punto de ya no reconocerse como originariamente diverso, y pretender conocer completamente esa alteridad estableciendo una objetividad ilusoria a través de la estructuración abstracta del andamiaje con que se hace teoría. El tercer camino que es preciso recorrer, según el sociólogo, es el de “objetivar la relación de objetivación” que establecemos con aquello que estudiamos. Centrar nuestra reflexión en las condiciones y los modos que sostenemos para relacionarnos con aquello otro a cuyo encuentro vamos. Lejos de pensar nuestro estar en el barrio como oficio de sociólogos, traigo esta idea para insistir sobre la necesidad de seguir pensando responsable y comunitariamente los modos de concebir la escritura posterior al taller. Se trata de tentarnos a escribir se trata de reflexionar, se trata de escuchar al grillo -que jamás hallaremos- en medio de la noche, se trata de hacerlo juntos, desde nuestras necesarias soledades, para seguir aprendiendo.
Con el tiempo, los aprendizajes se vuelven seguros. La apropiación un tanto violenta de lo habido en el anteúltimo taller en el Centro de Salud Arturo Illia me había dejado particularmente a la intemperie, con un sentimiento de falta, incertidumbre y confusión. Efusivos, conversamos de regreso, con Milena y Kevin. Mile, con su alegría prístina, recompuso un poco el des-concierto mediante un taller interno el martes posterior, donde leímos dos escritos de María Cristina Ramos, con un grillo de protagonista. Hubo unos acuerdos posteriores: en cuanto a material, llevaríamos lo indispensable, diríamos que carecíamos de las otras cosas porque se las habían llevado la vez pasada (que es lo que había sucedido); prepararíamos el taller pero estaríamos abiertas a otras posibilidades; de los sueños de los bichos regresaríamos a la materialidad de los bichos. Llevamos Esteban y el escarabajo de Jorge Luján y otros libritos más, unas hojas A4 cortadas al medio, unos lápices. Nos acompañó Mari, que ilumina el espacio del taller con todos sus ángeles. El viento sopló lo necesario. El sol brilló lo suficiente.
Nos estaban esperando A. y L., yendo a nuestro encuentro por calle Artigas. Su resistencia inicial ante el acto de poner silenciosamente sobre el pasto los libros y otros materiales se transmutó mediante juegos poéticos que nos acercaron, nos permitieron en cierto modo comenzar a entrar en poesía: el juego de las formas, Mari que nos enseña chino, las niñas que se hamacan y giran haciendo una pirueta desconocida para nosotras. No paraba de sonreír al regresar y pedaleaba sobre la pregunta ¿qué fue diferente?
Veo varios gestos, de distinto orden, que a lo largo de la tarde nos situaron un poco a la intemperie, en otro lugar, como disposición para el don del niño. Los nombro: las facturas, A. enseñándonos cómo hamacarse, L. invitándome a seguir el camino de las hormigas, L. mostrando y leyéndome el nombre de la plaza. Hubo varias situaciones en las que las niñas nos donaron alguna cosa de sí esa tarde: cuando Mile nos comenta que desde chica deseó hamacarse tan fuerte que pudiera dar una vuelta entera y A. corre a mostrarnos los giros que consigue dar a medida que la hamaca va y vuelve, ante lo cual quedamos estupefactas. Cuando nos piden que les compremos alfajorcitos y ante nuestro no, van a buscar a unas cuadras una bandeja de facturas que ponen en la ronda junto a los libros y comparten. Cuando mientras tomo unos mates con Marta, L. con T. en sus brazos, me invita a seguir el camino que hacen las hormigas en el pasto de la plaza, como recordándome para qué estamos allí. Cuando después de habernos preguntado por el nombre de la plaza, nos topamos junto a L. con el cartel y me dice que ahí está el cartel con el nombre y lo lee y la nombra de manera completa: veintitrés de septiembre de mil novecientos cuarenta y siete - derecho al voto femenino de la mujer argentina - intendencia blanca osuna - paraná.




Nuevas presencias nos permitieron concertar otros modos de estar juntos. Concertar. Tomo ese verbo con la carga que le otorga Michele Petit, antropóloga de la lectura, en el prólogo a su último libro Leer el mundo: “lo que está en cuestión es la posibilidad de acordar, en el sentido musical del término, o de volver a ponerse de acuerdo con aquello que (y con quienes) nos rodea.” Marta -mamá de L.-, T. -su sobrino- fueron dos pilares. Cuando L. y A. se fueron a buscar las facturas, apareció Marta con E., C., T., Reina y Lucas -los dos últimos, de la especie perros-. Marta nos pregunta dónde está L., que le había dicho que estaría en la plaza, y a lo lejos ya la veo regresar a ella con A. y la bandejita. Marta se sienta en un banquito blanco, a media distancia y prepara un mate. L. toma en sus brazos a T. y lo trae al pasto, con nosotros. Marta insiste a L. en diversas ocasiones con que tome muchísimos recaudos con el niño. L. es como una flor, le brota el amor por todas partes. En cierto momento me he acercado a Marta para conversar un poco y pedirle un mate. Después L. la llama para que se siente en el pasto con nosotros.
Marta ceba mates y con una complicidad increíble nos deja jugar, observa y responde a interpelaciones si es necesario. Marta ceba mates, en ese gesto funda entre nosotros un espacio circular, de confianza, hace circular el don que va y vuelve sucesivamente de nuestras manos a la suya. Entre Marta y T. se dibuja un puente, por donde pasa L., pero no solamente ella, esa tarde, ya sabemos hacia dónde... Creo haberle pedido más de una vez, que vuelva, el próximo viernes -releo esta frase y pienso ahora, a quién le pido que vuelva, esa tarde, a dónde.

Más de una lengua. Como dice Bárbara Cassin, en su conferencia dirigida a niños desde unos 6 años y publicada en el libro llamado justamente así, las lenguas tienen la gracia de abrirnos mundos diferentes. Desde entonces me asombro cuando encuentro que el campo semántico de una palabra se disloca de aquella supuestamente sinónima perteneciente otra lengua, como sueño y Traum, o χαιρε (se pronuncia jaire) y shalom. Hubo, la tarde pasada otras materialidades y caminos expresivos que con cierta espontaneidad resultante de cierta disponibilidad poética cobraron protagonismo:

*Aviones. C. le tira piedras a A, mientras se hamaca, piedras que, por suerte, erran la trayectoria. Mile arma un avión y lo tira. El gesto de tirar, con el brazo, es el mismo. Sin embargo, Mile agarra un lápiz, dibuja algo y encuentra otra cosa que tirar. Los aviones se reproducen y reciben nombres. Los pilotos juegan parados en un banco, como suspendidos en el aire, a ver cuál vuela más lejos. Escucho a Mile que le dice a alguien que claro que va a ganar su avión llamándose así como se llama. De la lengua que sostiene el primer gesto de tirar, pasamos, traductora mediante, a otra lengua que sostiene el mismo gesto de tirar. Los aviones son nombrados y dibujan en el aire la escritura invisible, otra, que sigue al nombre. Las manos, las risas, las voces, las conversaciones, el juego que empieza y termina más de una vez constituyen la lengua con la que esa tarde leemos el mundo

*Lápices. T. tiene 9 meses: desea tomar en sus manos los lápices, la tijera, las hojas, todo, todo, todo lo que lo rodea. Recuerdo estando junto a T. el juego que mamá jugó conmigo y juega con mis sobrinos cuando son muy pequeños. Mamá pone en manos del niño un objeto cualquiera que acerca a otro cualquiera para producir, mediante la percusión, un ritmo sostenido y canta “golpeo, golpeo, golpeo / golpeo, golpeo, golpeo / con mis manitos golpeo, golpeo / con mis manitos golpeo yo.” Juego con T., se suman esporádicamente E. y L. Hacemos nuevos ritmos, golpeamos otras cosas, nos movemos un poco. Esa cosa rara y atractiva, la música, esa otra lengua, tan otra que casi no-lengua, posibilita un tacto con el mundo que se vuelve contacto. Cabalga cada uno ese ritmo sencillo con el que esa tarde algo escribe nuestros cuerpos: con mis manitos golpeo yo -y en mi memoria canta mamá.

Modos de la intimidad. Cerca del cierre del taller, L. le dice a su mamá que quiere ir al baño. L. no quiere ir hasta su casa, lo que ya significaría regresar. Decidimos que vaya al Centro de Salud. Al viaje se suman A. y T. que va en los brazos de L. Cuando cruzamos la calle le pido naturalmente que me tome la mano y ella me da naturalmente su mano. La distancia tantas veces interpuesta, esa distancia, no sé a esta altura ya dónde, cuándo es que se ha perdido. En el camino comentamos de lo lindo que es hacer el taller en la plaza. Esperemos que no llueva, digo, y L. me pide que no invoque, no invoque lo que no queremos que suceda. Dice algo con otro registro de voz, tan íntimo que me resisto a escribirlo: se convierte en secreto. A la vuelta, ellas me indican otro camino de regreso, con vericuetos, en cuyo trayecto L. cae con T. en los brazos. Inmediatamente risas nerviosas. Tranquilizo a T., a quien no le ha pasado nada. Me piden que no cuente que se cayó. Llegamos a la plaza y comento a Marta lo sucedido. Tramitamos el episodio así, naturalmente, sin sobresaltos.




Este no fue el final del taller, pero lo elijo para simbolizar lo ocurrido esa tarde -que excede estos registros- y el sentido de nuestra presencia allí. L. juega con T. en la ronda, lo abraza, lo besa, le habla, le sonríe. Mari le pregunta si la puede dibujar. En poco tiempo Mari delinea con lápiz negro a L. y T. sentados y sonriendo sobre el pasto de la plaza. El parecido me sorprende. Le mostramos a L. aquella imagen, que toma, observa y guarda, en secreto, en el bolso de su mamá.


en Barriletes.
Diciembre de 2015.

(Las ilustraciones de esta nota pertenecen a María Wernicke, y fueron hechas para el libro Tomasol de Georgina Hassan. Pueden verse más aquí. )

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