Luz Omar
Durante los últimos meses, cada viernes
por la tarde, de manera semanal, tiene lugar el Taller “Monigotes en la arena”
en la Plaza 23 de septiembre de Paraná V. Allí se propician encuentros entre
niños y literatura que, articulados desde nuestra Biblioteca Comunitaria y el Área
con niños y niñas, forman parte de los múltiples acercamientos a la infancia
que Barriletes propone. Aquí, un acercamiento al interior del Taller y la
pregunta por aquello que la poesía puede.
De un viernes a otro el taller oscila
entre extremos, como hacen las hamacas. Y caminamos como hormigas, por senderos
de tierra cargando pastos tiernos, trabajando, trabajando. El cielo siempre
arriba. Habitamos la plaza veintitrés de septiembre, del quinto, en Paraná.
A medida que imagino este texto-jardín lo
pienso en comparación con el registro de los antropólogos, tan aviesos ellos
buscando en el totalitario siglo XX encontrarse
con lo otro, paradójico efecto, ellos, de las potencias colonizadoras que
buscaban dominar lo otro. Dice el
sociólogo francés Pierre Bourdieu, en El
sentido práctico (1980), que dos son los extremos viciados de la tarea de
la ciencia social: pretender fundirse en aquella alteridad que se estudia, al
punto de ya no reconocerse como originariamente diverso, y pretender conocer
completamente esa alteridad estableciendo una objetividad ilusoria a través de
la estructuración abstracta del andamiaje con que se hace teoría. El tercer
camino que es preciso recorrer, según el sociólogo, es el de “objetivar la
relación de objetivación” que establecemos con aquello que estudiamos. Centrar
nuestra reflexión en las condiciones y los modos que sostenemos para
relacionarnos con aquello otro a cuyo encuentro vamos. Lejos de pensar nuestro
estar en el barrio como oficio de sociólogos, traigo esta idea para insistir
sobre la necesidad de seguir pensando responsable y comunitariamente los modos
de concebir la escritura posterior al taller. Se trata de tentarnos a escribir
se trata de reflexionar, se trata de
escuchar al grillo -que jamás hallaremos- en medio de la noche, se trata de
hacerlo juntos, desde nuestras necesarias soledades, para seguir aprendiendo.
Con el tiempo, los aprendizajes se
vuelven seguros. La apropiación un tanto violenta de lo habido en el anteúltimo
taller en el Centro de Salud Arturo Illia me había dejado particularmente a la
intemperie, con un sentimiento de falta, incertidumbre y confusión. Efusivos,
conversamos de regreso, con Milena y Kevin. Mile, con su alegría prístina,
recompuso un poco el des-concierto mediante un taller interno el martes
posterior, donde leímos dos escritos de María Cristina Ramos, con un grillo de
protagonista. Hubo unos acuerdos posteriores: en cuanto a material, llevaríamos
lo indispensable, diríamos que carecíamos de las otras cosas porque se las
habían llevado la vez pasada (que es lo que había sucedido); prepararíamos el
taller pero estaríamos abiertas a otras posibilidades; de los sueños de los
bichos regresaríamos a la materialidad de los bichos. Llevamos Esteban y el escarabajo de Jorge Luján y
otros libritos más, unas hojas A4 cortadas al medio, unos lápices. Nos acompañó
Mari, que ilumina el espacio del taller con todos sus ángeles. El viento sopló
lo necesario. El sol brilló lo suficiente.
Nos estaban esperando A. y L., yendo a
nuestro encuentro por calle Artigas. Su resistencia inicial ante el acto de
poner silenciosamente sobre el pasto los libros y otros materiales se transmutó
mediante juegos poéticos que nos acercaron, nos permitieron en cierto modo
comenzar a entrar en poesía: el juego
de las formas, Mari que nos enseña chino, las niñas que se hamacan y giran
haciendo una pirueta desconocida para nosotras. No paraba de sonreír al
regresar y pedaleaba sobre la pregunta ¿qué
fue diferente?
Veo varios gestos, de distinto orden,
que a lo largo de la tarde nos situaron un poco a la intemperie, en otro
lugar, como disposición para el don del
niño. Los nombro: las facturas, A. enseñándonos cómo hamacarse, L.
invitándome a seguir el camino de las hormigas, L. mostrando y leyéndome el
nombre de la plaza. Hubo varias situaciones en las que las niñas nos donaron
alguna cosa de sí esa tarde: cuando Mile nos comenta que desde chica deseó
hamacarse tan fuerte que pudiera dar una vuelta entera y A. corre a mostrarnos
los giros que consigue dar a medida que la hamaca va y vuelve, ante lo cual
quedamos estupefactas. Cuando nos piden que les compremos alfajorcitos y ante
nuestro no, van a buscar a unas cuadras una bandeja de facturas que ponen en la
ronda junto a los libros y comparten. Cuando mientras tomo unos mates con Marta,
L. con T. en sus brazos, me invita a seguir el camino que hacen las hormigas en
el pasto de la plaza, como recordándome para qué estamos allí. Cuando después
de habernos preguntado por el nombre de la plaza, nos topamos junto a L. con el
cartel y me dice que ahí está el cartel con el nombre y lo lee y la nombra de
manera completa: veintitrés de septiembre de mil novecientos cuarenta y siete -
derecho al voto femenino de la mujer argentina - intendencia blanca osuna -
paraná.
Nuevas
presencias nos permitieron concertar otros modos de estar juntos. Concertar. Tomo ese verbo con la carga
que le otorga Michele Petit, antropóloga de la lectura, en el prólogo a su
último libro Leer el mundo: “lo que
está en cuestión es la posibilidad de acordar, en el sentido musical del
término, o de volver a ponerse de acuerdo con aquello que (y con quienes) nos
rodea.” Marta -mamá de L.-, T. -su sobrino- fueron dos pilares. Cuando L. y A.
se fueron a buscar las facturas, apareció Marta con E., C., T., Reina y Lucas
-los dos últimos, de la especie perros-.
Marta nos pregunta dónde está L., que le había dicho que estaría en la plaza, y
a lo lejos ya la veo regresar a ella con A. y la bandejita. Marta se sienta en
un banquito blanco, a media distancia y prepara un mate. L. toma en sus brazos
a T. y lo trae al pasto, con nosotros. Marta insiste a L. en diversas ocasiones
con que tome muchísimos recaudos con el niño. L. es como una flor, le brota el
amor por todas partes. En cierto momento me he acercado a Marta para conversar
un poco y pedirle un mate. Después L. la llama para que se siente en el pasto
con nosotros.
Marta ceba mates y con una complicidad
increíble nos deja jugar, observa y responde a interpelaciones si es necesario.
Marta ceba mates, en ese gesto funda entre nosotros un espacio circular, de
confianza, hace circular el don que va y vuelve sucesivamente de nuestras manos
a la suya. Entre Marta y T. se dibuja un puente, por donde pasa L., pero no solamente
ella, esa tarde, ya sabemos hacia dónde... Creo haberle pedido más de una vez,
que vuelva, el próximo viernes -releo esta frase y pienso ahora, a quién le
pido que vuelva, esa tarde, a dónde.
Más
de una lengua. Como
dice Bárbara Cassin, en su conferencia dirigida a niños desde unos 6 años y
publicada en el libro llamado justamente así, las lenguas tienen la gracia de
abrirnos mundos diferentes. Desde entonces me asombro cuando encuentro que el
campo semántico de una palabra se disloca de aquella supuestamente sinónima
perteneciente otra lengua, como sueño y Traum,
o χαιρε (se pronuncia jaire) y
shalom. Hubo, la tarde pasada otras materialidades y caminos expresivos que con
cierta espontaneidad resultante de cierta disponibilidad poética cobraron protagonismo:
*Aviones. C. le tira piedras a A, mientras se
hamaca, piedras que, por suerte, erran la trayectoria. Mile arma un avión y lo
tira. El gesto de tirar, con el brazo, es el mismo. Sin embargo, Mile agarra un
lápiz, dibuja algo y encuentra otra cosa que tirar. Los aviones se reproducen y
reciben nombres. Los pilotos juegan parados en un banco, como suspendidos en el
aire, a ver cuál vuela más lejos. Escucho a Mile que le dice a alguien que
claro que va a ganar su avión llamándose así como se llama. De la lengua que
sostiene el primer gesto de tirar, pasamos, traductora mediante, a otra lengua
que sostiene el mismo gesto de tirar. Los aviones son nombrados y dibujan en el
aire la escritura invisible, otra, que sigue al nombre. Las manos, las risas, las
voces, las conversaciones, el juego que empieza y termina más de una vez
constituyen la lengua con la que esa tarde leemos
el mundo.
*Lápices. T. tiene 9 meses: desea tomar en sus
manos los lápices, la tijera, las hojas, todo, todo, todo lo que lo rodea.
Recuerdo estando junto a T. el juego que mamá jugó conmigo y juega con mis
sobrinos cuando son muy pequeños. Mamá pone en manos del niño un objeto
cualquiera que acerca a otro cualquiera para producir, mediante la percusión,
un ritmo sostenido y canta “golpeo, golpeo, golpeo / golpeo, golpeo, golpeo / con
mis manitos golpeo, golpeo / con mis manitos golpeo yo.” Juego con T., se suman
esporádicamente E. y L. Hacemos nuevos ritmos, golpeamos otras cosas, nos
movemos un poco. Esa cosa rara y atractiva, la música, esa otra lengua, tan
otra que casi no-lengua, posibilita un tacto con el mundo que se vuelve
contacto. Cabalga cada uno ese ritmo sencillo con el que esa tarde algo escribe
nuestros cuerpos: con mis manitos golpeo
yo -y en mi memoria canta mamá.
Modos
de la intimidad. Cerca
del cierre del taller, L. le dice a su mamá que quiere ir al baño. L. no quiere
ir hasta su casa, lo que ya significaría regresar. Decidimos que vaya al Centro
de Salud. Al viaje se suman A. y T. que va en los brazos de L. Cuando cruzamos
la calle le pido naturalmente que me tome la mano y ella me da naturalmente su
mano. La distancia tantas veces interpuesta, esa distancia, no sé a esta altura
ya dónde, cuándo es que se ha perdido. En el camino comentamos de lo lindo que
es hacer el taller en la plaza. Esperemos que no llueva, digo, y L. me pide que
no invoque, no invoque lo que no queremos que suceda. Dice algo con otro
registro de voz, tan íntimo que me resisto a escribirlo: se convierte en
secreto. A la vuelta, ellas me indican otro camino de regreso, con vericuetos,
en cuyo trayecto L. cae con T. en los brazos. Inmediatamente risas nerviosas.
Tranquilizo a T., a quien no le ha pasado nada. Me piden que no cuente que se
cayó. Llegamos a la plaza y comento a Marta lo sucedido. Tramitamos el episodio
así, naturalmente, sin sobresaltos.
Este no fue el final del taller, pero lo
elijo para simbolizar lo ocurrido esa tarde -que excede estos registros- y el
sentido de nuestra presencia allí. L. juega con T. en la ronda, lo abraza, lo
besa, le habla, le sonríe. Mari le pregunta si la puede dibujar. En poco tiempo
Mari delinea con lápiz negro a L. y T. sentados y sonriendo sobre el pasto de
la plaza. El parecido me sorprende. Le mostramos a L. aquella imagen, que toma,
observa y guarda, en secreto, en el bolso de su mamá.
en Barriletes.
Diciembre de 2015.
(Las ilustraciones de esta nota pertenecen a María Wernicke, y fueron hechas para el libro Tomasol de Georgina Hassan. Pueden verse más aquí. )
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