Desde enero de este año, Barriletes articula
actividades junto al Comedor Comunitario “Grupo de Madres 17 de septiembre”
ubicado en Barrio Paraná XIV de nuestra ciudad. La existencia a través del
tiempo en nuestros alrededores de los Comedores Comunitarios nos habla de una
resistencia ante la vulnerabilidad social que tiene tiempo ya y que estamos
necesitando empezar a escuchar mejor.
Por Gabriela Baralle
Empiezo a escribir este texto en el momento
en que pongo un pie sobre el primer escalón del colectivo, y el 1 arranca por
calle Churruarín, esa línea que conecta la esquina del Comedor Comunitario
“Grupo de Madres 17 de septiembre” con las cinco esquinas (con ese nombre que
sabe tan lleno en mi boca: el chu que
se hace rrua vibrando en el cielo de
la boca y termina resbaloso y acento en rín).
Esa calle que conecta la punta del paraguas de alguien a quien llamaremos I.
con la rueda del Fluviales que me lleva de vuelta hasta Santa Fe, cruzando el
río.
Los talleres en el Comedor se iniciaron con
el último sol de enero que nos permitió habitar ese pedacito de vereda con
pasto, abismada contra la calle por la que pisan fuerte los colectivos y
camiones. En ese primer taller al que nos acompañaron los alagatos de la
escritora norteamericana Úrsula Le Guin llenamos la vereda de las mascotas que
imaginamos, nos inventamos, recordamos y leímos. Había muchos chicos esa vez:
algunos de ellos no han faltado nunca, a otros ya no los hemos visto. Esa tarde
el sol, la vereda, Mile, Kevin, hacían de gran cobija. Armábamos con nuestros
cuerpos la escena del taller junto a los niños y las niñas, en la que se
dibujaron con letras y lápices las mascotas que quedarían rondando por el
barrio de allí en más.
El Comedor Comunitario se sostiene en un
espacio no muy grande: una sala con mesas largas de madera y una ventana difícil
de abrir, una cocina en la que Sole les prepara la leche a quienes se dirigen
allí cada lunes, miércoles y viernes para merendar. Los nombres en torno a los
que se teje y sostiene el comedor son el de Marta, Sole, Ayelén. Pero
especialmente sin los cuerpos de Marta y Sole que están allí de manera
indispensable cada vez que vamos, no habría comedor, ni taller. Ellas
son la institución. Madres que dan de comer, dan lugar, y dan tiempo hace ya
por los menos 35 años.
Cuando pienso en el comedor comunitario me
resulta problemático o, al menos, inquietante, ver cómo allí se trama el orden
de lo institucional: el comedor comunitario como institución social del barrio
Paraná XIV, como institución que hoy y desde hace ya algunos años responde en
ese lugar por la infancia de los niños que van allí cada tarde. Marta, desde la
primera vez que fuimos, nos dice que lo que a ella le importa es que los
chicos no estén en la calle. Ese enunciado de Marta que ha aparecido casi todas
las veces que fuimos, me hace pensar en qué es lo que hay o puede haber en la
calle y qué es lo que hay o puede haber allí, en esa salita de la esquina de
Churruarín: ante la inmensidad y lo latente de la calle, ella ofrece la leche.
* * *
La mañana en que nos encontramos con Kevin
y Mile para discutir las formas de pensar(nos en) el Comedor[1] leímos La línea[2]
junto a un texto de la psicoanalista Mercedes S Minnicelli titulado “Infancias
en estado de excepción”. Poner juntos estos textos nos habilita a problematizar
las carencias en torno a la infancia: carencia de comida, de casa, institución,
de palabras, de sentidos.
Por un lado, la forma en que Minnicelli problematiza
los modos de mirar y tratar la infancia en las instituciones sociales,
judiciales y penales (en relación a casos particulares que presenta) nos
permite avanzar en ciertas preocupaciones y preguntas que surgen en el trabajo
en el comedor; por otro, desde las orillas de la literatura, leer La línea –ese libro que se escribe
solamente con un hombre y una línea- nos permite imaginar las formas en que es
posible construir desde la carencia nuevas formas de pensar y abordar la
infancia en las instituciones, o todo lo que se puede escribir sólo con una línea.
Minnicelli propone una metáfora política, infancia
en estado de excepción, para pensar
los lugares en los que las instituciones ubican a la infancia, donde los niños
y niñas son hablados desde aquello
que se les ha destinado de antemano: lejos de ser escuchados, son obligados implícitamente
a obedecer a ese destino que la sociedad y las mismas instituciones que se
dicen protectoras de la infancia les han otorgado. Y lo que implica esto es una
serie de faltas en torno a la
infancia que van de lo material a lo simbólico: la exclusión por falta de
presencias institucionales en la infancia genera sujetos desamparados ante aquello
a lo que se ven obligados a enfrentarse. El enunciado Infancias en estado de excepción refiere precisamente a aquellas
infancias arrojadas al universo simbólico de nuestra época sin aquello que les
permite simbolizar, sin las palabras, los relatos, los mitos que les permiten a
los niños y niñas partir desde algún lado para mirar lo Otro: infancias expuestas
y abandonadas “al encuentro con lo real, sin velo, adheridos a saberes que los
dejan en falta de mitos y leyendas”
señala esta autora. Estas infancias quedan en
banda ante la “posibilidad de encontrar recursos simbólico-imaginarios para
hacer frente a lo real”.
Después de apuntar estos conceptos
Minnicelli pasará a narrar el deambular institucional y
des-institucional(izado) de un niño al que llama Román, un niño que carga con
algunos monstruos inenunciables que lo llevan a ir repartiendo marcas violentas
y violentadas sobre los lugares por los que pasa, hasta conseguir, finalmente y
después de interminables ires y venires, hablar. En un momento del
relato Román, después de transitar por múltiples instituciones penales y
judiciales, cae en casa de una mujer a quien se conocía por dejar entrar chicos
de la calle a comer, bañarse y dormir. Y es en esa casa donde Román encontrará un
albergue donde reunir sus cosas desparramadas (juguetes en rincones de la
ciudad, papeles, ropa desparramada por los lugares en los que estuvo), para
juntar las partes de sí con las que ha ido dejando rastros de su paso.
Al leer esto pienso en los efectos que
podrá haber provocado en ese niño el olor de una casa frente al olor de
un hogar de menores de régimen cerrado, o de los juzgados. Pienso en las manos
de esa mujer (aún sin conocerla) frente a las manos de los policías que
trasladaban al niño de un lugar al otro. Pienso finalmente, en las manos de
Marta por las que circula el alimento de la tarde frente a las manos de la
calle por las que circulan quizás otras cosas. Y traigo esto, porque al pensar en
el Comedor Comunitario como una institución social que se está haciendo cargo
de algunas de las infancias de ese barrio de Paraná se hacen visibles las
múltiples formas en que se va tejiendo lo social, lo comunitario. Pienso
entonces, en cómo las instituciones pueden construir hospitalidades que
contengan, potencien y escuchen las infancias allí presentes. Pienso en las
formas de ir habitando espacios para construir hospitalidad desde y con lo que
allí ya se está tejiendo. Aún así, la pregunta sigue resonando: ¿cómo
escuchamos ese enunciado de Marta-quiero
que los chicos no estén en la calle- y
cómo respondemos a él? Intento recorrer el trazado de esa posible
respuesta en algunas escenas de taller, que me permiten volver sobre algunas
cosas que comienzan a escribirse e inscribirse en el Comedor.
Primera escena: Peras de agua
Los chicos van llegando de a poco al
comedor, la puerta está siempre abierta. Entran y salen del espacio según lo
desean. Algunas veces todos se sientan alrededor de la mesa, otras veces Sole
va sirviendo y así van merendando, un poco más dispersos, hasta que la merienda
se disuelve y ya no queda nadie. Los talleres en el comedor duran lo que dura
la leche, pero el último lunes (de abril) que fuimos el frío nos retuvo un poco
más y el comedor se transformó como en una casita en la que hubiéramos jugado
toda la tarde.
Con I. empezamos a forrar con papel crepé
amarillo una caja para guardar los materiales que Ayelén nos había alcanzado a
través de Marta, respondiendo a un pedido nuestro de insumos para trabajar
allí. Con plasticola y tijera, con ansiedad y cuidado fuimos tejiendo un sol de
cartón mientras afuera llovía. Kevin empezó a leer una carta-poema de Arnaldo Calveyra
(vuelta libro “toda ella sola”, como escribió después, por el trabajo editorial
de Mágicas Naranjas) y desde ese poema llovido y con olor a torta frita
desplegamos los poemas que habíamos llevado: los poemas frutados y frutales de
“Cerca del paraíso”, un poemario de Marylin Contardi que acabo de conocer y me
tiene hace un tiempo deslumbrada. Empiezo a leer con I. El cuerpo sobre la
mesa, los dedos medio pegoteados de la plasticola: “Peras de agua” (amarillas,
perfumadas, lisas y húmedas). Del poema a I. le gusta la seda, que marca
y envuelve con algo parecido a un círculo, con una fibra rosa sin saber bien dónde
marcar, dónde empieza y termina la letra o cuál es la palabra. Después dibuja
una pera muy amarilla con fibra y el papel de seda con témpera verde (pero
antes descubrimos que la seda es suave como el pincel en la mano: I. dice que
le gusta entregando el dorso de su manito abierta a la suavidad de seda del
pincel). Creo que es en ese acto de I. de abrir la mano con insistencia y
mirarme para que yo le entregue la seda del pincel donde se gesta la lectura (y
la escritura) del poema.
Segunda escena: Dar de comer, dar de
leer, dar a ver
El taller se ha ido tramando a través de
nombres de algunas mujeres: Marta, Sole, Mirta (Rosenmberg), Roberta
(Iannamico), lejana Úrsula, Marylin (Contardi): mujeres que dan alas a los
gatos, pero también leche calentita con chocolate, frutas y crema de belleza
con olor a rosas, que dan recetas (de cómo cocinar la polenta con el mar
bulliente, desvanecer la montaña para que se vuelva colchón calentito),
desenvuelven el perfume del papel de seda que trae las peras de agua desde Río
Negro. Cuando pregunto por “Río Negro” uno de los chicos responde que es la
calle. La calle que queda en el centro. Desde atrás, en un movimiento que se
sale del territorio propio del taller alguien corrige: ‘la calle esa no queda
en el centro, queda por acá a la vuelta’, dice esa voz adulta. ‘Y ella te habla
de la provincia, en el Sur’, continúa. Pero me pregunto cuál es el centro para
ese niño y si ese Río Negro-provincia existe o por qué no existe, de ser así.
Hay allí una lectura regida por leyes propias del taller: se empieza a
construir un territorio singular desde el cual leer el poema, con otras reglas, otras leyes de lectura.
Dejar
marcas. Construir la escena del taller
En el primer taller Úrsula nos prestó sus
gatos alados, en el segundo vino “Nomeolvides” de Roberta Iannamico, con su
recetario para cocinar polenta con el mar. Esa vez los poemas eran cuadros para
ser colgados. Los leímos, los rayamos, los pintamos y los volvimos a leer. Fuimos
colgando cada poema con los chicos, como forma de dejar marcas de ese taller
allí en el comedor, como la caja de materiales de crepé amarillo, como las
plantas de agua que acercamos en frascos y que ahora cuida Sole: empezar un
jardín -aunque minúsculo- es una forma de empezar a brotar un lugar, de
florecerlo. Formas mínimas de empezar a responder por aquello que el comedor es
para los niños y niñas que van allí cada tarde que está abierto para ellos pero
también para responder a Barriletes
y sus formas de pensar y abordar las políticas de infancia. O como propone
Minnicelli: ceremonias mínimas, formas mínimas de dar comienzo a aquello
que la psicoanalista piensa en términos de necesidad: “indagar cómo crear
dispositivos por los cuales sea posible diseñar marcos específicos que instituyan
diferencias; cortes que permitan operar tanto con aquellos chicos y
adolescentes que hablan por sus heridas sin marca, sin cicatriz, sin mitos ni
leyendas -que permitan bordear lo real-, como con aquellos niños y adolescentes
ávidos de sostén que habilite el pasaje para que el juego significante de la
historia señale alguna diferencia a la plasmada por la repetición ciega e
incesante de lo que no cesa de inscribirse”.
En ese tiempo en que las madres del comedor
dan de comer es donde nosotros damos de comer con ellas otra cosa. Comenzamos a llevar palabras, poemas, porque
es allí donde nosotros mismos encontramos los velos que nos permiten enunciar
lo inenarrable de lo real. Empezar a dar mitos y leyendas que permitan
simbolizar. Acompañar a buscar una idea, o como dice la poeta María Cristina
Ramos, acompañar “el encuentro con el traje lingüístico necesario”: en
el último taller, antes de irnos, los chicos toman la cámara de fotos y de a
uno van retratando, o mejor, construyendo
escenas de taller. Nos llevamos sus fotos para que nos enseñen ellos a mirar el
taller, a mirar qué pasó esa tarde allí.
*
* *
Nos vamos a la parada del 1 y vemos a I.
que viene corriendo desde las callecitas de más adentro y paraguas en mano nos
saluda, como tropezando, agitando su otra manito hasta que nos subimos y el
colectivo arranca. Churruarín: ese nombre que se desborda de la misma calle a
la que nombra deviene línea mientras avanza hacia el Comedor, pasa, se pliega y
nos permite imaginar nuevos vínculos institucionales desde los que sostener las
políticas barrileteras de infancia.
[1]
Este texto se escribió en un principio para el último Ateneo de Prácticas en
torno a la infancia, espacio que propicia el Área con Niños y Niñas en
Barriletes en Barriletes para pensar, revisar y discutir las concepciones de
infancia sobre las que sostenemos nuestras prácticas.
[2]
Se trata de un libro-álbum de Beatriz Doumerc y Áyax Barnes, publicado en Argentina
en el año 1975, y censurado por la Dictadura ese mismo año.
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