domingo, 16 de octubre de 2016

Mujeres que dan alas a los gatos.


Desde enero de este año, Barriletes articula actividades junto al Comedor Comunitario “Grupo de Madres 17 de septiembre” ubicado en Barrio Paraná XIV de nuestra ciudad. La existencia a través del tiempo en nuestros alrededores de los Comedores Comunitarios nos habla de una resistencia ante la vulnerabilidad social que tiene tiempo ya y que estamos necesitando empezar a escuchar mejor.

Por Gabriela Baralle


Empiezo a escribir este texto en el momento en que pongo un pie sobre el primer escalón del colectivo, y el 1 arranca por calle Churruarín, esa línea que conecta la esquina del Comedor Comunitario “Grupo de Madres 17 de septiembre” con las cinco esquinas (con ese nombre que sabe tan lleno en mi boca: el chu que se hace rrua vibrando en el cielo de la boca y termina resbaloso y acento en rín). Esa calle que conecta la punta del paraguas de alguien a quien llamaremos I. con la rueda del Fluviales que me lleva de vuelta hasta Santa Fe, cruzando el río.
Los talleres en el Comedor se iniciaron con el último sol de enero que nos permitió habitar ese pedacito de vereda con pasto, abismada contra la calle por la que pisan fuerte los colectivos y camiones. En ese primer taller al que nos acompañaron los alagatos de la escritora norteamericana Úrsula Le Guin llenamos la vereda de las mascotas que imaginamos, nos inventamos, recordamos y leímos. Había muchos chicos esa vez: algunos de ellos no han faltado nunca, a otros ya no los hemos visto. Esa tarde el sol, la vereda, Mile, Kevin, hacían de gran cobija. Armábamos con nuestros cuerpos la escena del taller junto a los niños y las niñas, en la que se dibujaron con letras y lápices las mascotas que quedarían rondando por el barrio de allí en más.
El Comedor Comunitario se sostiene en un espacio no muy grande: una sala con mesas largas de madera y una ventana difícil de abrir, una cocina en la que Sole les prepara la leche a quienes se dirigen allí cada lunes, miércoles y viernes para merendar. Los nombres en torno a los que se teje y sostiene el comedor son el de Marta, Sole, Ayelén. Pero especialmente sin los cuerpos de Marta y Sole que están allí de manera indispensable cada vez que vamos, no habría comedor, ni taller. Ellas son la institución. Madres que dan de comer, dan lugar, y dan tiempo hace ya por los menos 35 años.
Cuando pienso en el comedor comunitario me resulta problemático o, al menos, inquietante, ver cómo allí se trama el orden de lo institucional: el comedor comunitario como institución social del barrio Paraná XIV, como institución que hoy y desde hace ya algunos años responde en ese lugar por la infancia de los niños que van allí cada tarde. Marta, desde la primera vez que fuimos, nos dice que lo que a ella le importa es que los chicos no estén en la calle. Ese enunciado de Marta que ha aparecido casi todas las veces que fuimos, me hace pensar en qué es lo que hay o puede haber en la calle y qué es lo que hay o puede haber allí, en esa salita de la esquina de Churruarín: ante la inmensidad y lo latente de la calle, ella ofrece la leche.




*  *  *


La mañana en que nos encontramos con Kevin y Mile para discutir las formas de pensar(nos en) el Comedor[1] leímos La línea[2] junto a un texto de la psicoanalista Mercedes S Minnicelli titulado “Infancias en estado de excepción”. Poner juntos estos textos nos habilita a problematizar las carencias en torno a la infancia: carencia de comida, de casa, institución, de palabras, de sentidos.
Por un lado, la forma en que Minnicelli problematiza los modos de mirar y tratar la infancia en las instituciones sociales, judiciales y penales (en relación a casos particulares que presenta) nos permite avanzar en ciertas preocupaciones y preguntas que surgen en el trabajo en el comedor; por otro, desde las orillas de la literatura, leer La línea –ese libro que se escribe solamente con un hombre y una línea- nos permite imaginar las formas en que es posible construir desde la carencia nuevas formas de pensar y abordar la infancia en las instituciones, o todo lo que se puede escribir sólo con una línea.
Minnicelli propone una metáfora política, infancia en estado de excepción, para pensar los lugares en los que las instituciones ubican a la infancia, donde los niños y niñas son hablados desde aquello que se les ha destinado de antemano: lejos de ser escuchados, son obligados implícitamente a obedecer a ese destino que la sociedad y las mismas instituciones que se dicen protectoras de la infancia les han otorgado. Y lo que implica esto es una serie de faltas en torno a la infancia que van de lo material a lo simbólico: la exclusión por falta de presencias institucionales en la infancia genera sujetos desamparados ante aquello a lo que se ven obligados a enfrentarse. El enunciado Infancias en estado de excepción refiere precisamente a aquellas infancias arrojadas al universo simbólico de nuestra época sin aquello que les permite simbolizar, sin las palabras, los relatos, los mitos que les permiten a los niños y niñas partir desde algún lado para mirar lo Otro: infancias expuestas y abandonadas “al encuentro con lo real, sin velo, adheridos a saberes que los dejan en falta de mitos y leyendas” señala esta autora. Estas infancias quedan en banda ante la “posibilidad de encontrar recursos simbólico-imaginarios para hacer frente a lo real”. 
Después de apuntar estos conceptos Minnicelli pasará a narrar el deambular institucional y des-institucional(izado) de un niño al que llama Román, un niño que carga con algunos monstruos inenunciables que lo llevan a ir repartiendo marcas violentas y violentadas sobre los lugares por los que pasa, hasta conseguir, finalmente y después de interminables ires y venires, hablar. En un momento del relato Román, después de transitar por múltiples instituciones penales y judiciales, cae en casa de una mujer a quien se conocía por dejar entrar chicos de la calle a comer, bañarse y dormir. Y es en esa casa donde Román encontrará un albergue donde reunir sus cosas desparramadas (juguetes en rincones de la ciudad, papeles, ropa desparramada por los lugares en los que estuvo), para juntar las partes de sí con las que ha ido dejando rastros de su paso.
Al leer esto pienso en los efectos que podrá haber provocado en ese niño el olor de una casa frente al olor de un hogar de menores de régimen cerrado, o de los juzgados. Pienso en las manos de esa mujer (aún sin conocerla) frente a las manos de los policías que trasladaban al niño de un lugar al otro. Pienso finalmente, en las manos de Marta por las que circula el alimento de la tarde frente a las manos de la calle por las que circulan quizás otras cosas. Y traigo esto, porque al pensar en el Comedor Comunitario como una institución social que se está haciendo cargo de algunas de las infancias de ese barrio de Paraná se hacen visibles las múltiples formas en que se va tejiendo lo social, lo comunitario. Pienso entonces, en cómo las instituciones pueden construir hospitalidades que contengan, potencien y escuchen las infancias allí presentes. Pienso en las formas de ir habitando espacios para construir hospitalidad desde y con lo que allí ya se está tejiendo. Aún así, la pregunta sigue resonando: ¿cómo escuchamos ese enunciado de Marta-quiero que los chicos no estén en la calle- y  cómo respondemos a él? Intento recorrer el trazado de esa posible respuesta en algunas escenas de taller, que me permiten volver sobre algunas cosas que comienzan a escribirse e inscribirse en el Comedor.

Primera escena: Peras de agua

Los chicos van llegando de a poco al comedor, la puerta está siempre abierta. Entran y salen del espacio según lo desean. Algunas veces todos se sientan alrededor de la mesa, otras veces Sole va sirviendo y así van merendando, un poco más dispersos, hasta que la merienda se disuelve y ya no queda nadie. Los talleres en el comedor duran lo que dura la leche, pero el último lunes (de abril) que fuimos el frío nos retuvo un poco más y el comedor se transformó como en una casita en la que hubiéramos jugado toda la tarde.
Con I. empezamos a forrar con papel crepé amarillo una caja para guardar los materiales que Ayelén nos había alcanzado a través de Marta, respondiendo a un pedido nuestro de insumos para trabajar allí. Con plasticola y tijera, con ansiedad y cuidado fuimos tejiendo un sol de cartón mientras afuera llovía. Kevin empezó a leer una carta-poema de Arnaldo Calveyra (vuelta libro “toda ella sola”, como escribió después, por el trabajo editorial de Mágicas Naranjas) y desde ese poema llovido y con olor a torta frita desplegamos los poemas que habíamos llevado: los poemas frutados y frutales de “Cerca del paraíso”, un poemario de Marylin Contardi que acabo de conocer y me tiene hace un tiempo deslumbrada. Empiezo a leer con I. El cuerpo sobre la mesa, los dedos medio pegoteados de la plasticola: “Peras de agua” (amarillas, perfumadas, lisas y húmedas). Del poema a I. le gusta la seda, que marca y envuelve con algo parecido a un círculo, con una fibra rosa sin saber bien dónde marcar, dónde empieza y termina la letra o cuál es la palabra. Después dibuja una pera muy amarilla con fibra y el papel de seda con témpera verde (pero antes descubrimos que la seda es suave como el pincel en la mano: I. dice que le gusta entregando el dorso de su manito abierta a la suavidad de seda del pincel). Creo que es en ese acto de I. de abrir la mano con insistencia y mirarme para que yo le entregue la seda del pincel donde se gesta la lectura (y la escritura) del poema.

Segunda escena: Dar de comer, dar de leer, dar a ver


El taller se ha ido tramando a través de nombres de algunas mujeres: Marta, Sole, Mirta (Rosenmberg), Roberta (Iannamico), lejana Úrsula, Marylin (Contardi): mujeres que dan alas a los gatos, pero también leche calentita con chocolate, frutas y crema de belleza con olor a rosas, que dan recetas (de cómo cocinar la polenta con el mar bulliente, desvanecer la montaña para que se vuelva colchón calentito), desenvuelven el perfume del papel de seda que trae las peras de agua desde Río Negro. Cuando pregunto por “Río Negro” uno de los chicos responde que es la calle. La calle que queda en el centro. Desde atrás, en un movimiento que se sale del territorio propio del taller alguien corrige: ‘la calle esa no queda en el centro, queda por acá a la vuelta’, dice esa voz adulta. ‘Y ella te habla de la provincia, en el Sur’, continúa. Pero me pregunto cuál es el centro para ese niño y si ese Río Negro-provincia existe o por qué no existe, de ser así. Hay allí una lectura regida por leyes propias del taller: se empieza a construir un territorio singular desde el cual leer el poema, con otras reglas, otras leyes de lectura.

Dejar marcas. Construir la escena del taller

En el primer taller Úrsula nos prestó sus gatos alados, en el segundo vino “Nomeolvides” de Roberta Iannamico, con su recetario para cocinar polenta con el mar. Esa vez los poemas eran cuadros para ser colgados. Los leímos, los rayamos, los pintamos y los volvimos a leer. Fuimos colgando cada poema con los chicos, como forma de dejar marcas de ese taller allí en el comedor, como la caja de materiales de crepé amarillo, como las plantas de agua que acercamos en frascos y que ahora cuida Sole: empezar un jardín -aunque minúsculo- es una forma de empezar a brotar un lugar, de florecerlo. Formas mínimas de empezar a responder por aquello que el comedor es para los niños y niñas que van allí cada tarde que está abierto para ellos pero también para responder a Barriletes y sus formas de pensar y abordar las políticas de infancia. O como propone Minnicelli: ceremonias mínimas, formas mínimas de dar comienzo a aquello que la psicoanalista piensa en términos de necesidad: “indagar cómo crear dispositivos por los cuales sea posible diseñar marcos específicos que instituyan diferencias; cortes que permitan operar tanto con aquellos chicos y adolescentes que hablan por sus heridas sin marca, sin cicatriz, sin mitos ni leyendas -que permitan bordear lo real-, como con aquellos niños y adolescentes ávidos de sostén que habilite el pasaje para que el juego significante de la historia señale alguna diferencia a la plasmada por la repetición ciega e incesante de lo que no cesa de inscribirse”.
En ese tiempo en que las madres del comedor dan de comer es donde nosotros damos de comer con ellas otra cosa. Comenzamos a llevar palabras, poemas, porque es allí donde nosotros mismos encontramos los velos que nos permiten enunciar lo inenarrable de lo real. Empezar a dar mitos y leyendas que permitan simbolizar. Acompañar a buscar una idea, o como dice la poeta María Cristina Ramos, acompañar “el encuentro con el traje lingüístico necesario”: en el último taller, antes de irnos, los chicos toman la cámara de fotos y de a uno van retratando, o mejor, construyendo escenas de taller. Nos llevamos sus fotos para que nos enseñen ellos a mirar el taller, a mirar qué pasó esa tarde allí.

* * *

Nos vamos a la parada del 1 y vemos a I. que viene corriendo desde las callecitas de más adentro y paraguas en mano nos saluda, como tropezando, agitando su otra manito hasta que nos subimos y el colectivo arranca. Churruarín: ese nombre que se desborda de la misma calle a la que nombra deviene línea mientras avanza hacia el Comedor, pasa, se pliega y nos permite imaginar nuevos vínculos institucionales desde los que sostener las políticas barrileteras de infancia.


Vuelvo a citar a M. C. Ramos: “Somos […] el impulso que va desde lo que somos a lo que imaginamos ser, desde lo que hacemos a lo que soñamos. Somos el movimiento, entre la realidad y algo que está más allá”. Vuelvo entonces al enunciado de Marta: que los chicos no estén en la calle. Si en la calle la adversidad de lo real golpea a las infancias dejadas en banda, si en la calle rige la ley del destino a ser lo que otros nos dicen que seamos, como su contracara podemos pensar en las formas de que esos niños y niñas hagan del comedor ese algo que está más allá, ese “centro del bosque, a salvo de miradas extrañas, en el lugar donde el verde traza una línea que une el cielo con lo hondo de la tierra” (Ramos, de nuevo). Esa línea que une la punta del paraguas de I con la rueda del Fluviales que me lleva de vuelta hasta Santa Fe, cruzando el río, hasta el próximo mes.




[1] Este texto se escribió en un principio para el último Ateneo de Prácticas en torno a la infancia, espacio que propicia el Área con Niños y Niñas en Barriletes en Barriletes para pensar, revisar y discutir las concepciones de infancia sobre las que sostenemos nuestras prácticas.
[2] Se trata de un libro-álbum de Beatriz Doumerc y Áyax Barnes, publicado en Argentina en el año 1975, y censurado por la Dictadura ese mismo año.  

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