jueves, 25 de junio de 2015

Literatura, un espacio donde todos podemos reconocernos - Yolanda Reyes

Ponencia presentada en 34 Congreso Internacional de IBBY (México)



I

“Yo le he perdido el miedo al dolor de los niños”, me sorprendí mientras me oía decir la frase, frente a un grupo de líderes comunitarios, en una biblioteca. Habíamos llegado a uno de esos pueblos de tierra caliente colombiana que quizás algunos de ustedes podrían asociar con el mítico “Macondo” de García Márquez y que conocemos como pueblos del Caribe, pese a que muchos no tienen vista al mar. La gente de ese pueblo intentaba retomar la vida que se le había roto en antes y después, por causa de una masacre paramilitar, en febrero de 2000, cuando unos hombres armados sacaron a la gente de sus actividades cotidianas, literalmente de su vida cotidiana, y fueron matando, reunidos en la plaza o por las veredas y los caminos de acceso, a muchos hombres y mujeres, a quienes habían estigmatizado como colaboradores de la guerrilla.

Yo conocía la historia antes de ir, la había leído en la prensa en su momento, como supe de otras masacres que ocurrieron en las últimas décadas en mi país y que convirtieron a la población civil inerme en objetivo de guerra, pero una cosa es conocer la historia filtrada por los diarios o asordinada por los noticieros, desde un apartamento en una zona residencial de Bogotá, y otra escuchar a las víctimas, repitiendo ese ritual tan necesario y sanador, de comenzar de nuevo a contar lo que vivieron, aun sin entenderlo. De modo que ahí estábamos, asistiendo a uno de los ritos más antiguos de la humanidad: el de ensartar palabras, unas al lado de las otras, para rebobinar los hechos una y otra vez, –otra vez más, como piden los niños– y no solo para contar la historia frente a nosotros, los forasteros, sino para volvérsela a contar entre ellos mismos: a sí mismos.

Siguiendo jerarquías implícitas, quizás rezagos de un mundo patriarcal, habían hablado los varones al comienzo: primero los líderes con mayor trayectoria, luego otros más jóvenes, hasta que por fin les había llegado el turno a las mujeres. Una de ellas contó que había subido a sus hijos en su burro, con un televisor recién comprado, para que huyeran por el monte y se salvaran –viejos gestos que la literatura ha convertido en símbolos: el burro, los tesoros y, sobre todo, el instinto de  poner a salvo a los niños–, y agregó que todavía, después de tantos años, había muchos detalles acerca de dónde estuvieron sus hijos durante esos días terribles y  qué comieron y por qué caminos se abrieron paso que no se habían contado.

Si bien todos los testimonios eran sobrecogedores, noté, entre los de los hombres y los de las mujeres, una diferencia de matices: los hombres tendían más a relatar hechos, en tanto que las mujeres se detenían más en las sensaciones, las emociones y las palabras que aún no se habían dicho. Enmarcada por la singularidad y por el color de cada voz, la memoria que a veces suele  pensarse como una sola, aquí se revelaba en toda su polifonía: muchas memorias, fragmentos de memorias, con timbres, tonos y también cuerpos diferentes, y noté cómo aquella  discontinuidad entre los hechos que nos motiva a contar una y otra vez para buscar hilos que den unidad temporal y espacial a la brutalidad de los eventos, tenía también variaciones de género. Todo relato, toda memoria, lo sabemos, es una búsqueda de sentido, una interpretación, y como yo había sido convocada a ese encuentro por escribir para los niños, por intentar dar palabra a Los agujeros negros, que es el título del libro que iba a leer en esa biblioteca, quise indagar sobre lo que sabían los niños.

–¿Los niños? –me preguntaron sorprendidos.

–Sí, ¿cómo hablan de esto con los niños?, –insistí, pero al ver sus caras de extrañeza, corregí la pregunta–: ¿Ustedes hablan de esto con los niños?

Me dieron respuestas del tipo “ellos eran muy chiquitos, o no se acuerdan, o no entienden o nacieron después de la masacre”. O “claro que nos han oído hablar de eso, pero directamente así, lo que se dice hablar con ellos, para ellos, no. Como estamos hablando aquí, no.”

Era un pueblo pequeño y los niños mayores y los adolescentes que aún no se habían acostado, revoloteaban por ahí. Habían pasado trece años desde entonces y los adultos no dejaban de hablar de la masacre, no podían dejar de hablar de la masacre, pero creían que los niños no oían.

–Los niños tienen orejas –les solté-, como suelo decirles a los padres de los más chiquitos cuando dicen que no saben cómo manejarlos, con sus hijos ahí, oyéndolos hablar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario