Por Hernán Hirschfeld
Libros que juegan a ser álbumes, a veces embargados
por imágenes y sin palabras. ¿Qué nos aguarda en estos libros? ¿Qué nos quieren
contar? La Biblioteca barriletera se pregunta por los libros-albúm a partir de
experiencias de trabajo sucedidas a fines del pasado año.
I
Cuando
viajaba en colectivo la semana pasada, una madre con tres hijos estaban
sentados en las butacas delante de mi asiento. En el transcurrir del viaje, en
la inquietud de una infancia entre hermanos, los niños comenzaron a mirar
alrededor del colectivo ignorando si para eso hacía falta pararse en los
asientos y darse vuelta totalmente para ver a los pasajeros que sonreían hacia
ellos. Mientras dos distraían a su madre con los videojuegos del momento, una
nena se pone de pie en el asiento y parece sorprendida por lo que ve a esa
altura, con el escenario siempre cambiante de un vehículo en movimiento. En un
momento ella se anima a saludarme a mí y a mi acompañante con una sonrisa, y
unos minutos después de observarnos, nos señaló el cono de helado que había
estado comiendo para decirnos imperativamente
que lo miremos: “mirá, helado”. Después de pedirnos que miremos otras
cosas, como a sus hermanos y su madre, algo empezó a cambiar cuando tomó un
libro y empezó a mostrarnos los dibujos que tenía sobre las hojas para
interpelarnos otra vez: “mirá, casa”, “mirá, perro”, “mirá, papi”.
Hay
muchas cosas que me pregunto después de esto que acabo de contar. Una tiene que
ver con los libros-álbum, una especie de libros que empecé a frecuentar desde
el año pasado en nuestra Biblioteca. Cuando digo “especie de libros” lo digo
jugando a que soy un biólogo, como esos personajes de Flaubert que juegan con
las profesiones para hacer muchos tecnicismos, preguntándome qué es lo que hace
tan especial a este conjunto de textos. Si ese conjunto de libros solamente
consiste en tener más imágenes que palabras y diseños tan extraños que a veces
sea necesario ponerlos en un lugar
separado de nuestras estanterías.
Los
libros álbum son textos creados generalmente por escritores e/o ilustradores
para contar cosas más allá de las oraciones. Dentro de toda la tradición de
este género podemos encontrar en 1963 a Donde viven los monstruos, del
estadounidense Maurice Sendak, quien fundó la tradición del género al demostrar
que se puede acompañar una historia con imágenes en términos cinematográficos.
En Argentina, por ejemplo, ilustradores como O’Kif han intervenido en relatos
de Laura Devetach, Luis María Pescetti y Elsa Bornemann, fundando con sus
imágenes nuevos modos de narrar. Sin embargo, no hay dudas de que en otros
períodos históricos el “contar con imágenes” también ha sido utilizado. Me
acuerdo de la jornada de trabajo del Festival
de Poesía en la Escuela –realizado en Paraná desde nuestra institución
junto a otras, en octubre de 2015- donde se compartieron experiencias de
trabajo de parte de bibliotecarios y docentes. Entre estos relatos, una docente nos muestra que a sus alumnos les
enseña a usar un Kamishibai, una
suerte de teatro portátil del Japón medieval en el cual se muestran
ilustraciones a medida que el narrador hace avanzar el cuento. Pero entonces
¿qué es lo que hace tan especial a los libros-álbum si durante toda la historia
de la humanidad se han recurrido a las mismas prácticas de contar utilizando
imágenes?
Es
la misma pregunta que se hacen Morag Styles y Evelyn Arizpe, dos sociólogas que
hicieron un estudio[1]
con las escuelas de la periferia de Londres para ver qué aportes pueden hacer
los libros-álbum en la formación de los niños.
Y lo que ellas revelan es que, frente a la invasión de los medios
digitales como los únicos dispositivos que muestran imágenes, los libros álbum
proporcionan un tipo de “alfabetización visual” que los aleja de la alienación
de los medios digitales como la televisión o los videojuegos.
Pienso
en la primera pregunta que me hice sobre lo que pasó en el colectivo mientras
miro Zoom, un libro de otro
ilustrador estadounidense, Istvan Banyai
(1995). El libro juega con técnicas de cine para contar cosas sin usar ni una
sola palabra, tan solo “quita el zoom” como una cámara para revelar que unos niños que miran una
gallina en realidad son muñecos controlados por una chica que arma una maqueta.
Y ese es sólo el principio del relato. Todo el libro es una sorpresa cuando
muestra que lo que parecía consistente en realidad es producto de otra cosa,
armándose todo el tiempo. Tal es así, que cuando Milena lo mostró a un grupo de
niños de la escuela Benavento ellos pensaron que el libro de Banyai se trataba
de un libro de adivinanzas, un libro donde hay que adivinar “qué hay después”.
Imágenes
con palabras, palabras con imágenes, ¿Cuáles importan más? ¿Qué es lo que más
importa de un libro-álbum? ¿Será que un libro álbum debe tener más imágenes que
palabras para ser llamado así? ¿Las letras, en todo caso, pueden ser
consideradas imágenes en tanto “gráfico”? ¿No será que en realidad “leer un
libro-álbum” sea más un modo de leer que un género de textos?
II
Comenzamos
la mañana con la biblioteca de la escuela Benavento a oscuras. Kevin y Sofía se
guardaban un secreto en forma de libro, era Nocturno:
recetario de sueños de Isol. Un libro-álbum que pone en hilo lo onírico y
lo consciente a través de líneas que pueden verse de día, y líneas que solo
pueden verse en la oscuridad. En una de las páginas hay una casita en medio del
campo, con algunas plantas y un sol. Ese escenario de pronto se transforma en
un cohete aterrizando sobre un planeta con dos marcianos saludando a un niño
(Sofía me dice que para los chicos de Villa Mabel esos son hombres con
trompetas). Y todo ese recorrido, todo ese viaje, se hace con un gesto tan
intrínseco como apagar la luz. Quizás la sorpresa, o el recorrido por el cual se
llega a la sorpresa, sea eso que caracteriza a los libros-álbum más allá de que
tengan muchas imágenes o no.
Ilustraciones de “Zoom” de
Istvan Banyai (1995)
[1] Contar
con imágenes, los niños interpretan textos visuales. Editado por el Fondo de Cultura económica en 2012.
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